El "Camino de los Chilenos"
Desde tiempos inmemorables y mucho antes de que el osado Castellano posase su firme y conquistadora planta en los vírgenes territorios de América, existía el paso de una corcovada, tortuosa y ancestral ruta enclavada en el gélido corazón de la Cordillera de Chile, que era usada por los habitantes nativos de la zona sur del planeta. Esta ruta fué denominada mucho tiempo después como el "Camino de los Chilenos".
Este arcaico derrotero investía alrededor de unos mil kilómetros de desoladas distancias que lo llevaban desde la Provincia de Buenos Aires, atravesando en su extensión las provincias de La Pampa y Río Negro; para ir a incrustarse silencioso y furtivo en los crudos y ventosos pasos cordilleranos neuquinos que se escondían entre rocosos fragmentos de cordillera, y se camuflaban con la complicidad del río Neuquén, para finalmente hacer su jornada final al cruzar a Chile. Durante su recorrido y hacia su centro troncal, convergían una cantidad innumerable de caminos secundarios, y otra cuantía de senderos y calzadas tributarias.
EL nombre "Camino de los Chilenos" vino mucho después, cuando durante la época colonial chilena se le rebautizó así. El nombre original con que se conoce esta primitiva ruta es La Rastrillada de los Chilenos, a veces también llamado Rastrillada Grande. Ésta fué una transitada ruta que unía la Patagonia y la Pampa argentinas, por donde los Mapuches y otras tribus Araucanas transbordaban ganado a Chile, y su huella en el suelo Argentino fué formada por las patagónicas plantas indígenas de la zona, durante sus ancestrales y persistentes peregrinaciones peatonales hacia y desde los extremos de las extensas llanuras de la Pampa.
La Ruta de la Sal
El origen de esta ruta se rastrea a antes de las épocas coloniales, durante las cuales originariamente se usó como un corredor llamado la Ruta de la Sal, ubicada en el tramo de las Salinas Grandes, a Buenos Aires, en Argentina.
La Rastrillada de los Chilenos se prestaba en parte para servir los propósitos de la Ruta de la Sal, o Rastrillada de las Salinas Grandes; en la cual el tránsito de ésta se establecía en sentido contrario a la circulación de ganado. La Ruta de la Sal transportaba y comerciaba su mercancía desde las diferentes Salinas que extendían sus dominios desde las provincias de Córdoba y de Santiago del Estero en las Sierras de Córdoba, cubriendo un área de 8.300 km²; hasta la Guardia de Luján, hoy la actual ciudad de Mercedes situada a 100 km. al Oeste de Capital Federal y a 30 km al sudoeste de Luján. La ciudad de Mercedes con una población aproximada de 65.000 habitantes es la cabecera de los 135 partidos homónimos (municipios) de la Provincia de Buenos Aires.
La constante migración de grupos Mapuches a la región, no solo hizo que la ruta se extendiera enormemente, sino que se ensanchó para acomodar el arreo de ganado vacuno. Estas arriadas de animales emigraban desde las Salinas Grandes hasta los pasos cordilleranos en la Provincia del Neuquén, culminando su viaje ganadero en las ciudades cordilleranas chilenas de Valdivia, Chillán y Los Ángeles. Diversos sectores del "Camino de los Chilenos" y varias de las rastrilladas que convergían en él, sirvieron más tarde como base de desarrollo para instalar los cables del telégrafo, las líneas de ferrocarriles, y dieron lugar a otros numerosos caminos transitables.
Cuenta la historia, pero sin verificación alguna; de que la ganadería proveniente del lado Este de la cordillera, era ganado robado durante los malones (1) que los Mapuches y Araucanos realizaban en Argentina. Es imposible determinar de que estas acciones hubiesen constituído contrabando, porque en ese entonces no había fronteras geopolíticas; y mucho menos como un acto de hurto. Es bien sabido hoy de que estos pueblos transportaban su ganado hacia finales del otoño en dirección a los extensos pastizales de la Argentina en busca de mejor clima y mas alimento para sus bestias, los que escasean durante el invierno chileno.
(1) El "Malón" (o maloca) es el nombre dado a las incursiones o tácticas guerreras Mapuches y Araucanas chilenas en territorio español, chileno y argentino; y para rivalizar otras facciones indígenas enemigas durante La Colonia. El Malón es descrito como un medio para obtener justicia. La tremenda eficacia de esta táctica residía en la sorpresa de un ataque imprevisto, vertiginoso y fulminante que no daba tiempo para organizar una defensa efectiva, por lo tanto; un malón dejaba una población completamente devastada e incapaz de tomar represalias en pocos instantes.
Se arguye erróneamente de esto como un acto de robo porque las bestias que regresaban a principios de la primavera de vuelta hacia Chile, eran mucho más numerosas de las que habían viajado originalmente; pero no se toma en consideración los múltiples partos de los animales ocurridos durante su estadía en Argentina, lo que aumentaba considerablemente el número de cabezas. Esto era nada más que una materia de estricta supervivencia para las gentes sureñas, que ejercían estas maniobras desde que el hombre domesticó a estas bestias. Esto se practicó constantemente durante la colonia, y aún se hace hasta nuestros días.
Todo esto comenzó un día perdido entre los fuelles de la historia de la humanidad, cuando un solitario indio Mapuche caminó esos parajes en busca de una ruta de sobrevivencia y expansión. Poco tiempo después de que éste hubo establecido esta primera huella, otros indígenas le siguieron creando un tortuoso surco primero; y después con la inclusión de animales y más numerosas migraciones, este surco se fué agrandando hasta convertirse en un sendero, y de sendero, a lo que es ahora. Originalmente, éste fué el primer "camino" que existió en la Pampa (que en Quechua significa "llanura"), y no hubo ningún otro camino ni sendero por un larguísimo tiempo.
Problemas en el horizonte
Los indios Pehuenches, quienes eran los indígenas sureños que dominaban los pasos cordilleranos neuquinos, cruzaban la cordillera desde Argentina arrebujados en sus multicolores quillangos y arreando una gran cantidad de ganado, con la intención de dedicarse a comerciar su vacada en Chile. En ese entonces no había un sistema de moneda, así que el comercio consistía solamente en trueque. Los Pehuenches consuetudinariamente canjeaban sus recuas por armas, y siendo los dipsómanos que eran, tambien invertían una gran parte de la tropilla en bebidas alcohólicas. El resto del trueque incluía artículos tales como vestuario, alimentos, joyas, herramientas, y otros menesteres caseros, comprendiendo también hojas de coca provenientes del norte.
A partir de 1818 en adelante, había un afanado grupo armado de bandoleros chilenos organizados y dirigidos por los hermanos Pincheira operando en el sector. Se desconocen completos detalles familiares de esta progenie que daten anteriores a estos hechos, pero se sabe que todos ellos fueron hijos de Martín Pincheira, y la identidad de su (o sus) madre sigue sumida en la neblina del misterio. Esta familia forajida estaba constituída por cuatro hermanos y dos hermanas: Santos, Pablo, Antonio, José Antonio, Rosario, y Teresa.
Los Pincheira eran cuatreros y fugitivos de la ley, pero no tontos. Durante el año 1822, en pleno desarrollo de la Guerra de la Independencia de Chile, cuando los políticos chilenos pensaban en la Patria y no en sus bolsillos, los Pincheira acordaron una productiva alianza de colaboración con los caciques Pehuenches Neculmán, El Mulato, Canumilla y Martín Toriano; cuatro de los seis caciques que dominaban la zona. Éstos, a cambio de protección, botín, armas y alcohol; les proporcionaron a los Pincheira acceso y asiento a ambos lados de la Cordillera de Chile. Con esta alianza y adhesión de estratégicos asentamientos y corredores, los Pincheira expandieron grandemente sus actividades delictuales incluyendo el robo y tráfico de ganado; integrándose así al uso del "Camino de los Chilenos".
El libre usufructo, ajetreo y circulación del "Camino de los Chilenos" fué interrumpido definitivamente por el ejército Argentino al finalizar su campaña "Conquista del Desierto" en 1878 en contra de los Mapuches y Tehuelches justificando el reclamo de estos territorios como una "herencia de España"; un área que comprendía unas 15.000 leguas cuadradas (~350,000 km2), habitadas por alrededor de unos 16.000 indígenas de tribus surtidas. La razón de fondo fué el adjudicarse el dominio y posesión de los yacimientos de sal del sudeste de la Provincia de Buenos Aires. La palabra "Desierto" en el nombre de la campaña obedece a que, a pesar del gran tráfico que había en esa zona, la pampa estaba virtualmente desierta de habitantes; y no porque hubiese sido un desierto de arena.
Hoy, la mayor parte de la ruta no está marcada ni con los cascos de los caballos, ni con las patas de las bestias erales, ni siquiera con su cartografía de surtidos y ancestrales mojones originales; pero todavía constituye un aventurero itinerario digno de osados y nostálgicos exploradores. Cuando mis pies eran más rápidos y ágiles que la madurez que accionaba mis días, recorrí éste y otros innumerables viejos caminos, no tan polvorientos como éste, pero con gran aventura. Uno de estos antiguos caminos que mi planta caminó y que puso una veta de pánico en mi joven corazón, fué uno de los más altos senderos que se desprenden como la vid de una parra en todas direcciones desde la cima del medular y vertebrado volcán Zapaleri, hacia los confines de tres nerviosos países que viven a irasciblemente a codazos. Su concéntrico punto trifinio lo conecta con las Republicas de Chile, Argentina y Bolivia, y es más conocido por su fortuito camino de acceso llamado Paso Zapaleri.
Nota del autor:
Narro mis historias porque la aventura no está en la meta, sino en la jornada. Narraré esta jornada para revivir su aventura porque las metas cuando se alcanzan, pierden su valor y entonces se tornan efímeras; y se tornan efímeras porque su culminación priva a la aventura del pináculo de la meta. Lo único eterno y con propósito, es la jornada.
El Volcán Zapaleri y Paso de Poquís
De la forma en que esta excursión llegó a mi vida no difiere mucho de la forma en que las otras lo hicieron: extrañamente y como un sorpresivo flechazo de la predestinación de mi traqueteada vida; una casualidad accidental, un acaso del ciego destino. Yo tengo una habilidad pasmosa para encontrarme en situaciones peculiares y anormales en casi cada vuelta que me doy sin importar donde esté. Si usted se pone a pensar sobre este hecho, congeniará conmigo de que esto le ocurre a casi todo el mundo; la diferencia es que no todo el mundo hace algo enfrente de la situación. Estas "situaciones" son lo que yo llamo "oportunidades". Semántica o no; me funciona.
En el ajetreado Santiago de Chile caminando por el caliente pavimento de la ciudad, en un largo día de Julio lleno de "smog" y sin nada especial que destacar, había quedado de acuerdo con un amigo para ir a almorzar juntos a un nuevo restaurante que se había abierto hacía muy poco en la avenida Providencia, cerca del Café Coppelia y del que ahora no me acuerdo del nombre; pero que prometía a su clientela los mejores sánguches del continente y unos intachables jugos de frutas vírgenes. Mi amigo Antonio, al que conocí en la Universidad Santa María, era un sesudo civil que trabajaba de cartógrafo en el Instituto Geográfico Militar y que estaba más loco que yo, también le encantaba ir a almorzar a lugares nuevos, probar comidas originales, potingues étnicos, y hablar de asombrosas cabezas de pescado mientras comíamos.
Esa tarde mientras disfrutábamos un sánguche de delirio con mayonesa y un jugo de espejismo somnífero, me contó que lo habían comisionado para una importante expedición topográfica al norte para verificar ciertas demarcaciones limítrofes, y asegurarse que las líneas fronterizas correspondían a lo que los mapas decían. También me dijo que estaba a cargo de la expedición y de que sería más aburrida que carrera de tortugas, pero que el paisaje sería fantástico, y que muchos de las vistas panorámicas serían vírgenes.
La palabra "virgen" siempre me ha causado un incómodo cosquilleo, y no sé por qué, siempre que la escucho me patalea el mismo esfínter. También me preguntó si acaso quería acompañarlo a esta travesía ya que necesitaba un ayudante, y como está comprobado de que dos locos se entienden mejor que veintidós sanos, me ofrecía a mí el puesto de explorador. Infaustamente, mi espíritu aventurero es una cómoda presa de estas carnadas y en esto; yo soy más fácil que recoger dinero del suelo y más atrevido que la soberbia y la ignorancia, así que acepté el desafío sin más trámite y antes de tragarme el sánguche.
Una semana después y luego de los preparativos de rigor, durante el viaje me informó de los pormenores de la expedición que duraría aproximadamente treinta días empezando por el primero, pero que parecerían una eternidad por lo monótono del lugar. Antonio iba a contratar unos porteadores lugareños para que nos ayudasen a acarrear los adminículos y el delicado equipo de topografía, y unas cordilleranas acémilas para hacer el viaje. Cuando mencionó la inclusión de candongas andinas para el viaje, ya no me preocupé más por el aspecto salvaje de la expedición, sino que me pareció una estupenda idea, y por lo demás; original.
Para poder subir al Zapaleri, primero había que buscar un sendero que condujera a él. El lugar más apropiado y el sendero más fácil de seguir estaban esperándonos en el Municipio de Susques, en la Provincia de Jujuy, Argentina, a corta distancia desde donde se iniciaba este sendero. El pueblito de Susques se encuentra en la Ruta 52, al Oeste de Salinas Grandes y a 3.896 verticales metros sobre el nivel del mar, y es el asiento de la iglesia de adobes de La Virgen de Belén, una de las iglesias más antiguas de Argentina edificada en el año de 1598 por los duendes religiosos; el mismo año en que Boris Godunov usurpó el trono de Rusia apenas su cuñado el Zar Feodor I Ioannovich murió. El Zar Feodor I Ioannovich fué precedido por el Zar Iván IV Vasilyevich; mejor conocido como "Iván El Terrible".
Antonio previamente había hecho arreglos para quedarnos en la Hostería Unquillar (si me acuerdo bien del nombre), a la cual le estaban haciendo un montón de reparaciones y ampliaciones; y la cual sería nuestro cuartel de operaciones y base de la expedición. Llegamos casi por la noche a la hostería y nos acomodamos es sus modestas pero adecuadas habitaciones. Antonio me advirtió cautamente una vez más de que el viaje iba a ser aburrido, ¡pero ya no lo era para nada!
Al otro día temprano cuando me aparecí a tomar desayuno, Antonio ya estaba en pié y hablando con unos porteadores que se veían recios y maceteados, y me los presentó cortésmente, pero desgraciadamente no me acuerdo de sus nombres. Después de mi rápido desayuno, nos encaramamos a la camioneta y emprendimos el viaje a una localidad en donde se acababa el pedregoso camino. Allí nos esperaban dos porteadores con seis macizas mulas peludas que botaban vapor por sus enormes narices. Estacionamos la camioneta en ese lugar porque el resto del camino era un arcaico y zigzagueante sendero primitivo que se perdía escueto hacia la inmensidad de las nubosas montañas. Después de que los porteadores cargaron las mulas, nos montamos en ellas e iniciamos el largo recorrido hacia lo desconocido (para mí). Hacía frío.
Mi renqueante acémila caminaba con la parsimonia que demandaba la fuerza gravitacional ejercida por esta magna colección de montañas y sus pasos fronterizos deshabitados, y quizá también por su edad, y además por la diezmante altura de unos 5.300 metros que empujábamos en ese momento. Aparentemente a mi leal mula no le molestaba el llevarme en su lomo junto a los numerosos pertrechos necesarios para tan solitaria jornada, los que colgaban de los múltiples ganchos de su montura. Mientras avanzábamos por esos senderos inhabilitados para el tránsito vehicular, calculé que nunca antes en mi vida secretaría más adrenalina que durante la muscular travesía de esta andina e inolvidable jornada que ya se había iniciado.
De vez en cuando pero no muy seguido, veíamos unas viejas y derruídas señales de metal o de madera, advirtiéndoles a los escasos transeúntes de los letales peligros que se emboscaban silenciosos en aquellos mortíferos campos que escondían la muerte instantánea a flor de superficie, traidores aparatos de muerte que fueron plantados durante las tergiversantes ambigüedades políticas entre Chile y Argentina sobre la Patagonia por allá por los inflamables años de 1977 y 1978 a lo largo de la 3a frontera más larga del planeta (5.300 kilómetros); malentendido que fué olvidado como las minas que se quedaron plantadas en esa desértica tierra cerca del cielo, una tierra más helada que el corazón del demonio, y más inhóspita y terrible que la guerra entre países pobres que solo consigue llevarlos al final del curso de Arcadia, presidida por la oceánide Estigia.
Mi escueta comitiva de recios peones oriundos cordilleranos seguía silenciosa y cavilante en tropilla detrás mío. Solo se oía el chillido del viento en el aire, el ruidoso repiqueteo que hacían los trastes colgados de las mulas, y hasta juraría que podía percibir el masticar de las hojas de coca que los indios rumiaban a mis espaldas. La jornada de este día nos llevaría trepando como carneros alpinos por los declives y los faldeos del volcán Zapaleri hasta nuestra meta, la que se encontraba asentada a unos 5.600 metros cerca del cielo, o un poco más.
La marcha liderada por Antonio, nos llevaría hacia nuestro objetivo que era una albufera de reducido tamaño en la que sus aguas verdes dormitaban calladas, alimentadas milenariamente por la nieve y las lluvias cordilleranas desde una fecha extraviada anónimamente entre el pleistoceno y el holoceno, cuando un inquieto día el volcán sucumbió violentamente en un formidable estallido que le arrancó la suma de toda su vida, y le robó todas sus entrañas en un titánico vómito de lava.
Antonio me explicó que debía hacer unas mediciones alrededor del volcán Poquís, el que se encontraba más hacia el Norte, pero que seguíamos la ruta del Zapaleri porque el paso y los senderos que circundaban el Poquís estaban sembrados de minas anti-personal, minas magnéticas, minas anti-vehículo, y la gran mayoría de las minas anti-tanques eran del tipo Cardoen AT Mina. Cuando le pregunté el por qué de esta necedad, me respondió que durante las serias dificultades políticas con Argentina, Bolivia y Perú, ante la tremenda desventaja bélica y estratégica, y porque el mar en este caso no le ofrecía ninguna superioridad táctica a Chile, los chilenos como estrategia defensiva optaron por minar decenas de pasos fronterizos que lo conectaban con sus entonces, tres hostiles adversarios.
Muchos de estos campos minados están aunque en forma manifiesta, muy pobremente marcados; otros no tienen marcas y están esperando para asesinar a inocentes pasajeros y sus animales, confundidos entre el frío y el silencio, a los que les quitaron sus advertencias no sé por qué insana razón humana. Aún quedan muchísimas de estas letales glebas infestadas de mortíferas minas, pero que los mezquinos políticos chilenos aún niegan su existencia.
La excursión estaba tomando un viso más siniestro de lo que yo me esperaba, y la "aventura" se comenzó a ver un poco nublada por la demostrada estupidez humana. No digo esto porque los chilenos hallasen plantado las minas, porque entiendo y acepto que fué una necesidad de defensa vital para proteger el país, y el territorio vital de una nación es siempre primero, segundo, y tercero en la lista de las tres cosas más importantes de la soberanía de cualquier nación, por incivilizada que ésta sea. Lo digo porque los ridículos eventos de 1977 ya habían pasado, pero las minas seguían acechando mortíferas al azahar a víctimas inocentes e inconscientes de estos demonios malditos.
Hablando de minas; hacía un frío horrible y el lomo de mi mula no me traspasaba ningún calor perceptible. Fué entonces cuando tuve una fugaz pero relampagueante evocación de la Juana, esa calurosa y mitológica mujer que me hizo patalear el mismo esfínter tantas veces y con tanta envidia para la iglesia católica, y que acompañó cariñosa y sensual mis memorias en la indeleble ascensión del volcán Tacora, apenas unos añitos antes…
Estos hechos y otros variados sucedieron profusos y a lo largo de varios y hermosos días, pero no hago la cuenta de ellos en esta historia porque no quiero recordar nunca más esas escabrosas memorias que las inicuas y estúpidas actitudes humanas plantaron en los inocentes ejidos de mis esenciales y perennes memorias, los que ahora están malamente minados con la irresponsabilidad sin límites del absurdo proceder del "hombre", estos desgraciados seres humanos, ese "hombre" tan pequeño como las minas que plantó y tan merecedor del sucio barro con que fué hecho.
La lenta pero hermosa y dura ascensión seguía impávidamente. Ahora comprendía cabalmente el pesado silencio de los porteadores, y la cara sin sonrisas de Antonio. Haciendo numerosas paradas aquí, un poco más allá, en esta quebrada y en esa otra, en aquel lomo y en ese agreste roquerío, en ese sospechoso desfiladero, y por allá lejos también para que Antonio mirara el denso futuro a través del pequeño y redondo lente de su humano aparatito de mediciones.
En cada parada aprovechábamos de comer. Nuestras frugales comidas ya venían preparadas y no había nada más que hacer que calentarlas. Para ello usábamos un quemador de gas butano que Antonio traía en uno de sus morrales, cortesía del Glorioso e indomable Ejército de Chile que la Patria ha sostenido desde su bienaventurada y épica Independencia. Costaba un poco encenderlo, pero una vez que las frugales llamitas comenzaban a vivir, calentaban nuestras ateridas porciones con la misma dedicación con que los predestinados Hermanos Maristas se preocuparon de nuestra educación.
Los porteadores usaban otro método, una técnica desarrollada en la era moderna, pero con los mismos principios tan primales de sus orígenes tan andinos. Ellos usaban unos tarros vacíos de latón, de Nescafé, de Milo, o de Cerelac, productos de otras civilizaciones más avanzadas que alcanzaban estos recónditos lugares del planeta; los cuales llenaban con cenizas y arena, les agregaban kerosene (parafina), y los sellaban con sus tapas herméticas. Para encenderlos y obtener un buen fogón, bastaba encender un fósforo, y arrojarlo dentro del tarro. Las llamas de este artilugio propio de Merlín producían un denso humo más negro que las intenciones de los curas degenerados, pero a pesar de esto; cumplían su cometido.
Calentar nuestro sustento demoraba una eternidad porque las frágiles pero eficientes llamas tenían que contender con temperaturas sub-cero, con gélidos vientos que todo lo solidificaban, y con una carencia de precioso oxígeno que las hacía inhalar urgidas igual que a nosotros. Cuando lográbamos calentar las comidas, había que tragárselas con el apuro de la ansiedad para que no se helaran antes de terminar de engullirlas. Los porteros comían callados y en reclusión con las mulas, y Antonio y yo mientras tragábamos, cambiábamos cortas y ceñudas pláticas con escasas palabras, tapizadas de roncos monosílabos. Antonio le ponía casi toda su atención a sus instrumentos y a sus mapas.
La marcha a lomo de mula seguía. Durante esos olvidados días caminamos el Paso de Jama con su altura de unos 4.400 metros; el Paso Huaytiquina que exhibía derruídas y abandonadas instalaciones de la Gendarmería Argentina y letreros más amarillos que la fiebre amarilla, previniéndoles a los viajeros de que el camino estaba insulsamente minado; el Paso de Sico con su alto camino de ripio gastado y sus verdes letreros que nadie leía anunciando la frontera con Chile y las ciudades más cercanas; el Paso de Socompa que ahora se usa casi exclusivamente para el clandestino ferrocarril; y caminamos incluyendo el Paso San Francisco cerca de Copiapó, el que conecta cautelosamente la provincia Catamarca y la región de Atacama y que pasa por los numerosos lagos salados de Maricunga, salados como el corazón de un bacalao.
Estos pasos distanciados entre sí, delimitaban silenciosos la frontera entre Argentina y Chile (y los otros países), limitando glacialmente a los tan cálidos seres humanos que vivían más allá, lejos de sus letales costados. Hubo otros variados y menos importantes Pasos durante esta extensa y algo taciturna jornada, pero no me acuerdo de sus borrosos e indefinidos nombres ni de cuántas minas albergaban silentes en sus vientres montañosos. Nombro estos Pasos sin ningún orden de navegación establecido por meras razones de silencio estratégico. Sé que muchos otros atrevidos exploradores han recorrido muchos de estos Pasos del Infierno, y también sé que compartirán mis sentimientos de profunda decepción.
Esta última jornada inmemorial nos acercaba al tectónico Paso de Poquís paso a paso, temor a temor, pensamiento aislado a pensamiento aislado. Las mulas no decían nada ni tampoco se quejaban ni del frío ni del demandante y bruto esfuerzo. ¿Quizá ellas estarían acostumbradas a la increíble e inexplicable imbecilidad humana? Mi mula me miraba sin expresión alguna, pero estoy seguro de que ambos compartíamos los ácidos y corrosivos sentimientos de desilusión y de intranquila zozobra.
Durante estas surtidas travesías vimos varias hermosas vicuñas, guapas llamas, encantadores guanacos, beldades de zorros, magníficos cóndores, espléndidas vizcachas, y una tremenda cachá de fastuosos loros gritones. También encontramos una gran variedad de fenomenales bichos y peludas arañas. No vimos ni escuchamos ningún puma; y a pesar de que vimos una gran cantidad de hambrientos pájaros carroñeros y hediondas sabandijas de toda clase, extrañamente no vimos ningún abogado deshonesto.
Finalmente llegamos a la boca del paso casi completamente agotados y con nuestros espíritus escarchados, pero aún contendiendo porfiados. Éste era el asonado Paso de Poquís. No sé mucho de este paso, y tampoco quiero saber un gramo más. Los porteadores se apearon de las mulas en señal de que no avanzarían más probando fehacientemente que las acciones llevan más peso y fuerza que las palabras. Antonio trató enérgicamente de convencerlos a seguir la marcha, pero se negaron rotundamente. Si ustedes piensan que las mulas son testarudas y porfiadas, ustedes no han conocido a nuestros porteadores. Esa lánguida tarde y muy cerca de la noche, levantamos campamento en ese inhóspito paraje barrido por el frío viento que vigilaba cuidadosamente a los depredadores de más larga vida, los oteros Cóndores andinos que volaban en lo alto.
En nuestra tienda esa noche, Antonio me explicó que deberíamos avanzar hacia el interior del Paso, y que tendríamos que llevar lo mínimo de equipo porque las mulas deberían quedarse atrás. Cuando inquirí del por qué, Antonio titubeó claramente antes de responder, y después de un embarazoso silencio que duró segundos astronómicos, me contestó forzado por la presión y la posibilidad de tener que viajar solo el último trecho de esta delicada jornada. Me dijo claramente y sin tapujos de que todo el terreno estaba nutridamente minado, y que no tenía mapas de la ubicación de las minas; por lo tanto era demasiado arriesgado y peligroso llevar a las mulas porque ellas simplemente las pisarían sin saber del peligro que corrían, y porque las estúpidas mulas no tenían la mas puta idea de qué mierdas era una mina. Acto seguido me preguntó si todavía quería seguirlo.
Al ver su angustiada cara sin recursos, mi desalineada naturaleza independiente le respondió que sí. Antonio complacido me esbozó una particular sonrisa y me dijo:
- No me equivoqué al escoger a mi compinche loco.
- ¿Y por qué a mí, Antonio?
- Conozco un montón grande de locos y otro montón de otros mucho más locos que tú Rodrigo, pero sabía que tú no me abandonarías cuando llegásemos a este punto de una partida quizá sin retorno.
- Tal vez yo sepa una cosa o dos acerca de arriesgar el pescuezo -dije sonriendo casi imperceptiblemente.
- Me imaginaba…
Antonio se limitó a darme una esbozada sonrisa de aprobación.
Seguidamente, se enroscó en su saco de dormir y en unos brevísimos instantes, desató su desorganizada orquesta de peos, quejas y ronquidos. Antes de dormirme me quedé unos instantes despierto tratando de descubrir dónde estaría el límite de mi inconsciente temeridad, la frontera de mi insensatez, y la bizarra delimitación de mi acaballada locura. No conseguí encontrarlos por ninguna parte, pero estaba seguro que los límites de Antonio ciertamente sobrepasaban los míos con creces. Me sentí extrañamente contento de tener un compañero tan loco como yo mancomunado en esta extraña jornada de mi vida, y a continuación entre los alegres sones de la altisonante musiquita de cámara de Antonio, me puse a dormir plácidamente en la cresta del mundo.
Al otro día, que por cierto era tan frío como los otros, desde temprano se inició el nutrido ataque en contra de nuestros instintivos esfínteres, los que íbamos a tener que mantener bajo control a toda costa para no cagarnos de miedo, de susto, de rabia, o de impotencia. El primer ataque llegó presto cuando los porteadores le dijeron a Antonio claramente y sin lugar a opción de que esperarían solo dos días por nuestro regreso, y que si no regresábamos para entonces como tantos otros no lo hicieron -agregaron como una condena verbal- regresarían a Susques con mulas y todo. Los porteadores no hablaron más, y sus mulas nos ofrecieron el desprecio de sus amplias ancas con sus colas largas como las sectarias y humillantes "colas" de la UP durante los años 70 en Chile.
- ¡Que se jodan estos cobardes de mierda! ¡Ojalá se les congele el culo antes de que regresemos! -exclamó Antonio con un tono airado dirigiéndose a mí, y acto seguido, colgó furibundo a sus espaldas su mochila llena de preciosos instrumentos, y se puso a caminar con pasos apremiantes hacia el interior del lóbrego Paso que nos esperaba adelante. Yo cogí mi mochila y lo seguí sin chistar. Quizá después de todo, los locales no eran cobardes, sino que tenían más sentido común que Antonio y yo…
Ya habíamos avanzado bastante del pedregoso camino cuando Antonio se detuvo repentinamente a darme explicaciones. Podía percibir que todavía le hervía la mierda en las venas.
- Vamos a dejar las cosas aquí, -me dijo- solo llevaré esta libreta de apuntes, este teodolito mecánico, una brújula y mis binoculares… ¡ah!, y la comida…
- ¿Y qué llevo yo?
- Nada. Solo ayúdame a mirar.
- ¿A mirar qué?
- Las minas…
Hacía años que no se me helaba la pajarilla, pero hoy lo hizo diligentemente, y permaneció así de gélida hasta mucho después de que salimos del Paso de Poquís, donde debo haber dejado por el camino; por lo menos dos esfínteres.
Enfrente de nosotros se encontraba una enorme extensión de terreno tapizada de inexplicables agujeros por doquier que exhibían unos dos a tres metros de diámetro aproximadamente cada uno. Antonio me explicó que esos hoyos eran producto de las explosiones de las minas, o al menos eso creía; y que fueron detonadas probablemente por mulas, llamas u otros desprevenidos animales, y tal vez por algunos cuantos desafortunados humanos despreocupados. La idea era avanzar y salvar hacia los lugares en que no había hoyos todavía, con una prudencia eterna, con una calma infinita, y con la mirada afilada como la de un halcón hambriento para no pisar una mina y contribuír a la siniestra colección de hoyos.
Él iría tomando notas que desprendería de su teodolito y de sus otros instrumentos de navegación, mientras que yo me aseguraba de que él no se saliera de curso y accidentalmente se metiera en terreno peligroso mientras le ponía atención y manejaba sus instrumentos. De repente caí en cuenta de que los porteadores tenían mucho más sentido común que nosotros, y que nuestra locura no conocía límites; teodolito mecánico o nó.
Con cada preciso paso que dábamos, no podía calcular si la fiera fuerza de los latidos de mi corazón era más poderosa que la pujanza que comprimía rudamente mis esfínteres, o si estaba juntando más adrenalina que orina en mi helada y paralizada vejiga. Mi úvula no se movía a pesar de la ajetreada respiración que mis inquietos pulmones instigaban sin reservas. Antonio estaba más tranquilo que una foto impresa en papiro y parecía estar disfrutando el paseíto por el infierno.
Su concentración de hadeanas piedras ancestrales me admiraba y me tenía pasmado, y por seguro, nunca jamás se le podría catalogar a Antonio como un Jóquey de Escritorio después de esta hazaña tan arriesgada y desafiante que hendió nuevos y profundos surcos en mi ingrávida conciencia. Noté también de que Antonio usaba sus aparatitos exclusivamente para medir y marcar la posición de las minas - y tomar nota de ello en las páginas de su arrugada libretita-, y que se había olvidado completamente de las imaginarias e ilusas líneas de la frontera, y ya no miraba más en lontananza hacia las cumbres de los durmientes y fríos volcanes. ¿Qué cosas, no?
Cada paso que dábamos era más cauteloso que audaz a pesar de que lo único que nos movía era la inconsciente audacia. Los pasos eran arrastrados y lentos. Antonio silbaba y yo sentía la Pelá(2) lamiéndome la nuca. De vez en cuando Antonio me miraba y me preguntaba si estaba bien:
(2) La palabra "pelá" es un coloquialismo chileno para dirigirse a una mujer calva, a una mujer que no tiene pelo alguno en su casco craneano. La expresión "La Pelá" se refiere a la muerte, conocida también por numerosos otros apodos tales como La Calaca, La Palera, La Flaca, La Huesuda, La Guadaña, La Dientona, y La Degollina entre muchos otros nombres. La muerte es siempre femenina por razones estrictamente históricas las que bajo ningún punto de vista estoy en libertad de discutir aquí porque todavía amo la vida.
- ¿Vas bien, Rodrigo?
- ¡Si, no te preocupes!
- ¿Estás seguro?
- Si, ¿por qué?
- Te siento temblar… -yo lo llevaba agarrado del cinturón para mantenerlo en ruta.
- Es el frío…
- El frío, ¿ah?
- Sí, el frío.
- Bueno… -y seguíamos la jornada.
La verdad es que ya no estaba asustado y ciertamente temblaba de frío, pero la carne de gallina no me la daba el frío cordillerano, sino el darme cuenta de la falta de sentido común que asimilaba mientras me aventuraba en las praderas del carajo. A la postre, esto no era tan descabellado como otras cosas que había hecho en mi vida, así que con este escueto consuelo, seguí empujando mi suerte. Se me vino a la mente que mi amigo "El Engañabaldosas" nunca hubiese podido calificar para una expedición como ésta.
Trabajamos incesantemente en esos parajes del infierno con la raja a dos manos por dos días hasta que llegó la dulce hora de regresar, a la que recibí con gran alivio porque la adrenalina ya estaba amenazando con escaparse a grandes ríos por mis poco vírgenes oídos. Volvimos lenta y muy cuidadosamente sobre nuestros pasos, los que habíamos marcado claramente en nuestro delicado trayecto de entrada, mientras que la Pelá que nos acompañaba de la mano en cada paso, dejaba caer unos guijarros de oscuros y opacos colores de entre sus huesudas manos.
Al llegar de vuelta al campamento donde habíamos dejado a los intransigentes pero sensatos porteadores, éstos tenían organizada una fogata alrededor de la cual nos unimos a ellos para calentar nuestras ateridas manos y nuestros yertos potos. La noche cayó presurosa con su enlutado peso sobre nosotros y sobre las impávidas bestias, trayendo presta su oscuridad negra y su sólido frío el que tuteló rápidamente esos desolados parajes, y haciendo toser a las llamas de nuestro fuego las que escupían discordantes chispas de desagrado. Esa noche la temperatura bajó de los 16 grados bajo cero, así que dormimos apurados para no congelarnos.
Al otro día levantamos prestamente el campamento y mientras disfrutábamos una caldeada taza de café en medio del inmensurable silencio de esas alturas, observé a Antonio arrojando unos cristalitos verdes al fuego, los que al caer entre las llamas dejaron escapar unos sonidos bastante familiares, y que contribuyeron agresivamente con la repentina y violenta inflamación de las llamas. Curioso, le inquirí a Antonio:
- Antonio, ¿qué clase de cristalitos son esos?
- Bueno, como bien sabrás Rodrigo, las bajas temperaturas como las que hicieron anoche, congelan los líquidos; y hasta los gases.
- ¿Siii?
- Sí, esos pequeños cristalitos verdes fueron mis peos -dijo con una calma helada como ese día.
Seguidamente Antonio sonrió. Esa fué la primera sonrisa que le veía engalanar su cara desde que salimos de Santiago. Traté de reírme un poco del chiste, pero mi úvula seguía paralizada.
El viaje de vuelta a Susques fué presuroso y sin eventualidades entre el silencio de los porteadores y el seguro paso de las durables mulas. Cuando llegamos a la Hostería Unquillar, nos acomodamos en nuestra habitación y nos dirigimos a cenar en el espacioso comedor de la Hostería. Allí nos embuchamos con mucho agrado la primera comida caliente en días que no incluía pan. Mientras cenábamos y nos reconciliábamos con la existencia, le expresé a Antonio mis más urgentes inquietudes:
- Antonio, ¿pudiste conseguir todas tus medidas?
- No todas. Tendré que regresar el próximo año.
- ¿Y los límites estaban correctos?
- Eeeh, sí…
- Ah. Qué bueno.
- ¿Todos?
- Bueno… sí.
Miré a Antonio a los ojos, y me parecía que estaba un poco huidizo, entonces continué perspicaz pero sin acidez:
- Antonio, ¿entonces sí conseguiste todas las medidas que buscabas, verdad?
- Sí, pues...
- ¿Pero entonces por qué tienes que regresar otra vez el próximo año? Las medidas no van a cambiar… ¿Cierto?
- Bueno… sí. Ah… ¡No! No van a cambiar…
- ¿Entonces te faltó tiempo para hacer el mapa de la minas, verdad? -le dije mirándolo de soslayo. Antonio abrió los ojos como un alelí se abre en primavera, y miró para todos lados como si lo estuviese buscando la Gestapo.
- ¡No podemos hablar de eso! -exclamó nervioso y casi susurrando.
- Entiendo…
- Pensé que no te darías cuenta…
- Antonio, soy loco, pero no huevón…
- Así es… …debería haberlo sabido.
- Bueno, -dije en conformidad- pastelero a tus pasteles - y le ofrecí una sonrisa de complicidad.
- Gracias Rodrigo -se limitó a decir.
- Vámonos a dormir que quiero llegar a casa -dije para cambiar el tema.
- Si, -asintió Antonio solícitamente, y nos fuimos a meter al tibio sobre.
Cuando llegué de vuelta a Santiago y a mi hogar en la calle "La Cañada", llené un generoso vaso con un soñoliento vino tinto de una botella que tenía celosamente atesorada solo para una gran ocasión; un "La Capitana" de la Viña La Rosa, que en la etiqueta decía "Cosecha 1936". Un preciado y raro regalo de mi tan bienaventurado abuelito Víctor. Sabía muy bien comparado a un linajudo "Don Pernigón", o a un pituco "Château Margaux", pero este vino tenía sobradas más alcurnia, personalidad, valentía e historia que esos otros entroncados y delicados vinitos franceses. Me senté pensante en el gastado sofá cerca de la ventana de mi casa con vista al escueto jardín; y mientras sorbía el vino muy lentamente, me puse a recapacitar sobre esta "aventura" que acababa de terminar y que sabía tan diferente a las otras. Estaba contento y agradecido por el increíble viaje, pero al mismo tiempo desconsolado de lo que había visto y aprendido.
Entonces no todos los ruidos los provocan los truenos en la cordillera, pensaba para mí mismo… Y los porteadores y sus gentes viven cargando un peso que ninguno quiere llevar… Y personas tan valientes y osadas como Antonio tienen que tratar de arreglar la mierda de los políticos degenerados aunque tengan que arriesgar su vida… y la de sus locos amigos… Y de qué valen esos límites si no hay nadie ahí… nadie inteligente, eso es… y así pasé la larga y lenta tarde sumido en mis ponderaciones hasta que las sombras de los anquilosados árboles de la calle comenzaron a oscurecer la casa, no con la negra, gélida y aciaga oscuridad del Paso de Poquís, pero con la selenita y dulcemente plateada luz de la luna que afanosa pintaba las casas de esperanzas y sueños de civilización.
Era tarde ya, yo no podía esperar ni un segundo más a que mi pajarilla recuperase su temperatura normal porque para esto tomaría varios años después de esta aterrorizante experiencia, aterrorizante de un terror lento y meloso de esos que se encaraman patibulariamente poco a poco por las venas hasta que ahoga al alma y se establece como lapa en el corazón; así es que salí presuroso de mi casa a enfrentar las sombras de la noche, e inmediatamente me fuí a buscar y a tratar de descubrir el desconocido rastro de la siguiente aventura que sabía que me estaba esperando escondida en algún dorado rincón de mi vida.
¿Qué será del buen Antonio? me preguntaba a menudo… Probablemente -me decía a mí mismo- esté gastando lápices escribiendo menudencias en los oficiales papeles sin sentido que tapizan su gubernamental escritorio durante el año fiscal, para irse después a gastar los últimos cartuchos de valentía y de patriotismo, quizá con otro incauto amigo suyo tan loco como yo, en los desolados ventisqueros y en los imperdonables y tortuosos desfiladeros de la cordillera, mientras que el traidor Paso de Poquís espera paciente en las alturas de sus ventisqueros para tratar de asesinarlo un día con sus abundantes arteras e inhumanas minas…
Recordando intermitentemente las memorias de ese viaje por el ático del cielo, siempre había sentido una lástima por los "pobres indios" que vivían en esas frías y desoladas alturas sin ninguna riqueza terrenal considerable, condición a la cual muchos de nosotros consideramos "pobreza". Pero de regreso al hogar que vió desfilar parte de mi juventud, me dí cuenta de que nosotros teníamos un perro, sin embargo ellos tenían cuatro; nosotros teníamos una alberca que llegaba casi hasta la mitad del patio, pero ellos tienen un arroyo que no tiene límites ni fin; nosotros teníamos unas lámparas importadas en el patio, empero ellos tienen todas las estrellas del firmamento para que les alumbren su patio sin límites. Nuestro patio llegaba hasta la barda de la casa, el de ellos llega hasta el horizonte. Sinceramente ahora no sé quién es el más pobre…
Otras memorias llegaban atrasadas a mi mente que se deleitaba ahora cadenciosamente en el mareador éctasis de los generosos tragos que me daba con los frutos de Dionysus, al que los Romanos llamaban Baco. Recordé titubeante que una noche muy oscura mientras que el sombrío viento pululaba alrededor de nuestra carpa dándole ruidosas dentelladas de frío; y después de habernos bebido una buena, muy buena porción de Pisco, la que nos soltó la lengua y nos bajó la guardia, Antonio me confesó inocentemente -y estoy seguro de que sin querer hacerlo- y me dijo con una voz pausada y entrecortada; y a veces un poco incoherente:
- Mi misión es limpiar los campos minados... sí, eso hago… no me gusta mucho porque… -Antonio hizo una pausa y me miró con los ojos rojos henchidos de sangre y alzó la mano con su vaso en señal de brindis, y los dos bebimos otro sorbo de Pisco.
- No me gusta mucho porque… bueno, porque es un poco difícil…
- Me imagino -acoté. Debe ponerte muy nervioso…
- Sí… no… bueno, no es por eso…
- ¿Y por qué es, Antonio?
Antonio se quedó mirando al suelo con la mirada perdida quién sabe dónde por un largo tiempo sin moverse ni decir palabra. Las lonas de la carpa se zarandeaban bulliciosamente y con violencia acusando la furia del gélido viento cordillerano, y el ruido del silencio andeano se escuchaba claramente y se sentía en cada resuello que salía de nuestros pulmones. Luego continuó:
- Durante los últimos años que he estado haciendo esto, he visto cómo varios amigos queridos míos, uno tras otro, han encontrado una muerte prematura… despedazada por las malditas minas… y a mí nunca me toca… y sigo arrastrando amigos conmigo…
No supe que decir. Lo miré a los ojos en silencio y me pareció ver la larga sombra de una enorme angustia escondida tras sus claras pupilas.
- Cuando perdí mi primer amigo, me sentí culpable… culpable… sí, culpable… así que decidí volver a hacer esto en memoria de ellos…
Otro largo y pesado silencio se dejó caer a mansalva sobre nuestras vidas, y permaneció adherido al tiempo hasta que rompí el incómodo mutismo con un balbuceo casi incoherente:
- Bueno… si no morimos en este viaje, será en el próximo -y ofrecí una mueca mal hecha a modo de sonrisa para subrayar mi ofrecimiento. ¿Qué mierdas dice uno en un momento así?
Antonio sonrió de vuelta, y su sonrisa era afable y genuina. Se acomodó en su poltrón, y agarrando la botella de Pisco, llenó su vaso otra vez hasta la mitad, y vació el resto en mi vaso, el que ya estaba casi vacío.
- A estas alturas siempre me arrepiento de haber invitado a alguien… no sé por qué, pero siempre antes de llegar a esas tierras avernales, me pasa esto.
- Bueno -dije a modo de conversación sin saber lo que saldría de mi boca en el siguiente segundo- si no hacemos esto, entonces no estamos tan locos como pensamos… ¿Estamos locos, verdad?
Otra cálida sonrisa afloró de sus labios.
- Sí, parece ser cierto que para probar de que eres loco, tenemos que cometer locuras, no hay otro modo, ¿o lo hay?
- Creo que no, Antonio. La locura simple no existe, y nosotros estamos locos dentro de la locura…
- O estás borracho Rodrigo, o eres un filósofo barato de mierda -y largó una carcajada abierta que tronó en los rincones cordilleranos, y que me recordó al Monje Loco de la Radio Minería que venía a asustarnos cada noche a las 11. Rápidamente se puso serio otra vez y continuó:
- Mira Rodrigo, quizá me acostumbré a vivir paso a paso… nunca sé si el siguiente paso será el último… es quizá por eso es que tengo que sacar el mayor provecho posible en cada escueto momento en que alzo un pié y lo vuelvo a colocar en la tierra… y porque también se lo debo a ellos…
- ¿A quién, Antonio?
- A los muchachos que ya no están aquí…
Antonio dió un profundo respiro que pareció durar una eternidad y cuando sus pulmones finalmente se desinflaron, me preguntó:
- ¿Todavía quieres hacer esto?
- ¡Sí! -contesté sin titubear- así viviremos más…
- ¿Cómo así, Rodrigo?
- Porque entonces cada paso que demos entre las minas, contendrá toda una vida.
Antonio se sonrió por última vez, se acomodó en su poltrón, y se fué a dormir sin vacilar mientras que el álgido viento cordillerano seguía espoleando nuestra vieja carpa sin consideraciones de ninguna especie…
The Sincipitus Porcus
El Loco
Estos son los partos monomáticos pero honestos de un Traficante de Ideas Dementes que aborta filosofías teorizantes salvajes y parciales, para que la humanidad pensante se cuestione... o no. - The Humanitarian Hell Raiser.
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