Pehuén

Esta es una sinopsis de una de mis repentinas semillas de memoria que cada primavera brotan raudamente, y la escribo más que nada para mi entretención y sin aspiraciones literarias, y solo quiero compartirla con ustedes. Les cuento esto porque aprendí mucho del Pehuén, aunque no un erudito, un sabio.

Cuando era chico y muy joven, yo tuve un caballo que se llamaba Pehuén. Nunca supe cómo mi caballo blanco y negro obtuvo su nombre, de dónde venía esta extraña palabra, que raíces tenía, ni cual ere su significado.

Quiero especificar "cuando era chico" porque aunque no lo crean, debajo de este viejo Marista hubo una niñez vibrante y gloriosa, y ahora que estoy convertido en un viejo (o como mi hermana Carmen Cecilia lo diría en una forma políticamente correcta: un "Señor Antiguo" o como mi hermano Francisco Javier me denomina cariñosamente: "fósil viviente"), todavía me acuerdo vívidamente de algunos capítulos perdidos en la turbulenta inmensidad de mi niñez y que se han quedado atorados en los innumerables pliegues de mi imaginación precoz y perenne que nunca abandonó mi mente. También quiero aclarar que mi caballo Pehuén ERA UN CABALLO Y NO UNA CEBRA en caso de que algunos de aquellos astutos zorros lo estén pensando, y SÍ, a pesar de mi edad, la memoria NO ME FALLA.

En todo caso, mi caballo era fuerte, alto, orgulloso, inteligente, cariñoso, leal y libre; era mi amigo de la niñez y nunca me criticó mis payasadas, ni mi inmadurez. El sólo me escuchaba y me acarreaba en su lomo ancho y seguro cuando recorríamos los lindos campos de sur de Chillán, en Las Vertientes en esos cálidos e inolvidables veranos que pasé en los campamentos del Tío Lucho. El Pehuén estaba conmigo cuando yo estaba triste, cuando yo estaba enojado, cuando me sentía defraudado por las arteras maniobras de la vida, se paseaba alrededor mío comiendo pasto y mirándome de soslayo de vez en cuando con sus grandes ojos y sus pestañas grandes y frondosas como las cejas de mi Tío Honorio. Su exuberante cola, como el moño de mi Tía Julia, me golpeaba cariñosamente para traerme de vuelta a la realidad sin apuro, de a poco, suavemente. Su relincho, atronador como los ronquidos de mi Tío Miguel, me recordaba que era hora de volver, y en su lomo de paso cadencioso, suave como los arrullos de mi Madre, me traía cada vez que moría el día, de vuelta a casa.

Chillán, Las Vertientes, San Fernando, Pangal, La Cueva de los Pincheira que mas que cueva parecía un refugio de Milodones, y un montón grande de lugares míticos que solo existieron en nuestra lejana niñez, pero que nunca murieron y todavía consiguen emboscar estrepitosamente nuestra polvororienta nostalgia de vez en cuando, llenándola con los ecos mágicos e imperturbables de aquellos tiempos dormidos. El Pehuén representa todo esto para mí. Aunque el Pehuén no estuvo en muchos de estos lugares, no me importa, es como si él hubiese estado allí.

Durante aquellos tiempos desordenados de la vida aprendí que "Pehuén" era el nombre Mapuche de nuestro árbol nacional, la Araucaria Araucana, la especie más robusta e implacable de las coníferas. Es un árbol estoicamente imperecedero y perenne con un diámetro del tronco de alrededor de 2 metros y de más de 40 metros de altura. Un gigante fabuloso y antiguo como el tiempo; actual y perseverante como nuestras vidas. El Pehuén representaba y representa todo eso. Por lo menos para mí, en mi niñez inundada de imaginación y esperanzas, y ahora en mi vida cansina, también inundada de imaginación y esperanzas.

El Pehuén, a su manera; me enseñó que es posible llenarse de verduras, pero no de pasteles, me enseñó que a veces estar asustado está bien. Me enseñó a no esperar que un extraño me limpie la nariz, me enseñó que o sigues pedaleando, te bajas de la bicicleta, o te caes. Hay que jugar, no mirar como otros juegan, pensar que tu mochila es la más pesada hasta que recoges la de otra persona por equivocación, y que a veces dos es una muchedumbre. Aprendí del Pehuén que hay que lengüetear el helado antes de que se derrita, que a mi abuelita no le importa oír la misma historia un montón de veces, a otras personas no les gusta; es importante golpear primero, esconder la coliflor cocida en la servilleta funciona solo una vez, hay que mirar hacia ambos lados no solamente en las calles, hay que hacer olas, las aguas estancadas se mueren, y también el Pehuén me enseñó que 100 es harto.

También me mostró que mientas más fuerte sopla el viento, más alto mi volantín se elevará, que no hay que ahorrar tiempo, hay que usarlo, que hay que ser el primero en imprimir huellas en la nieve recién caída, que la gente notará tus pies si usas calcetines desiguales, que debo defender a mi hermano, que silencio puede ser una respuesta, que hay que seguir golpeando hasta que abran la puerta, que lloriquear atrae atención pero no amigos, que no pierdo nada pidiendo el cuarto deseo, que el pez grande sí se come al pez chico, y que mientras estoy decidiendo si busco o no my red, las mariposas se están escapando.

Aprendí mucho más del Pehuén, pero hoy hasta aquí no mas llego (quizá me esté fallando la memoria después de todo). Echo de menos al Pehuén, porque el Pehuén fué un buen caballo.

Ahora que estoy "más Antiguo", añoro mas al Pehuén cuando my princesa, mi hija de 9 años Giuliana María me pide inocentemente un caballo, un "horsey" para tener, y aquellos profundos, claros, imaginativos e inquisitivos ojos reflejan unos ojos que fueron antaño míos y que gastaban sus lágrimas en pos de mis sueños. No sé como carajo voy a hacer con lo del caballo en Arlington, Virginia, en una casa en que el patio apenas es suficiente para las ardillas, los zorros plateados, los ciervos, los mapaches, los topos, los pájaros y la ruidosa ebullición de vida que se pelea por marcar el escuálido territorio del patio de mi casa. Ya le encontraré una solución al asunto del caballo.

Sinceramente espero que ustedes hayan tenido un caballo como el Pehuén, o al menos un perro, o un gato, o por último un loro o por lo menos una jodía rata que los haya escuchado, porque a veces éstas compañas fueron las únicas que prestaron seria atención al llanto y a la alegría de nuestras almas.

El Loco.

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