Hoy ha muerto mi Madre, empero; no puedo llorar a pesar de que la
pena es agobiadora...
Hoy ha muerto mi Madre lejos de mí, empero; la inmensa amargura sólo
me trae un colosal vacío seco de lágrimas.
Mis sentidos están un poco extraviados, deteriorados y ausentes como lo
estuvo mi presencia a tu lado en esos postreros y ácidos momentos; y mis abatidos
ojos sostienen una larga y vacante mirada...
Y a pesar de que puedo avizorar claramente a través de los ciegos
cristales de mis claras ventanas, no sé si el sol está brillando afuera o si
las adustas golondrinas están de duelo, tampoco puedo escuchar a las agridulces
mariposas despertándose, ni a las viejas nutrias lamiendo su sedoso pelaje en
aquel negro río sin origen. Solo sé que
hoy te has muerto Madre, y que no puedo llorar por más que quiero, porque mis
emociones han muerto todas con tu partida, y porque mi vida después de tu
partida, me parece un lento parpadeo.
Eras tan hacendosa que nunca tuviste tiempo para esperar a la
muerte, por eso es que ella tuvo que venir a buscarte. Estoy íntegramente consumido en cuerpo y consumadamente
fatigado en espíritu; tu muerte me ha hecho sentir en los huesos el insondable y
penetrante significado, y la vasta e inmortal transcendencia de los lazos de la
sangre. Esto es Madre, porque la Muerte
deja un dolor que nada ni nadie puede curar, pero deja un recuerdo que nada ni nadie
puede robar.
Trato de pensar en tí como en alguien que aún está aquí a mi lado, aunque allá tan
lejos de mí, pero que ya no estás más. Necesito
llorar... pero no puedo. Mamina, quizá
mis lágrimas estén aterradas de no poder llenar ese tan formidable vacío que tu
partida ha dejado en nuestras almas, y se sientan asustadas e incapaces de
alimentar el hambre emocional tan atroz e indómito que me dejó tu perpetua partida. Es por eso que ahora tengo el corazón tan álgido
como el glacial protocolo de la lógica y mecánica muerte. Dejaré que el negro pájaro de la muerte vuele
sobre mi espíritu, pero jamás le dejaré anidar en mi corazón.
Te fuíste sin fecha ni hora porque la acechadora muerte es la
única sicaria que lleva negras anotaciones en un mórbido y cáustico calendario;
y es la única matona que cuenta nuestros días en su ebónico ábaco de cuentas
tan negras como la traición. No hubo
pañuelos agitados ni rosarios de despedida; y si los hubo, nunca los ví desde
esta sideral distancia. Mi pena reside
no en tu partida, sino en la espera que sobrellevaste y padeciste pacientemente
aguardando por mi próxima visita, la que no llegó a tiempo. ¡Y las gentes se entristecen porque Penélope tuvo
que esperar!
Durante las auroras de nuestras vidas, recuerdo imborrablemente cuando
me enviabas presurosa a la panadería antes de irnos al colegio en esas frías y
escarchadas mañanas semanales de Santiago, a comprar el crepuscular pan que
quebraría el día. Me dabas el cambio
justo y me pedías que corriera como el apurado viento para que el pan llegase
caliente a casa. A veces yo reclamaba
porque me cansaba... Y yo corría
apresurado dando saltitos asustados por los senderos de las veredas sin saber
de las innumerables y difíciles carreras que tú corriste por nosotros, y que nunca
te quejaste de lo largas, pesadas y agotadoras que todas ellas siempre fueron. Y escondiste tu tristeza en tus sólidas lágrimas
de hierro, ésas que se refugiaban espantadas cobijándose seguras en la adarga
de tu eterna sonrisa. Hoy te has ido
Mamina, y no es ya menester que yo corra en pos de aquel caliente pan...
Escribí un libro para tí, que como mi llegada, no estuvo a
tiempo. Nunca lo leerás, pero si
hubieses podido hacerlo estoy seguro que te arrancaría unas carcajadas, y quizá
liberaría algunas de aquellas pesadas lágrimas que ajaron tus hermosas y
jóvenes mejillas.
Ese libro es el pergaminoso alegato escrito de mi constante pero
entrecortada vida, y está dedicado con la más profunda reverencia y amor a la
Santa Mujer que me dió la generosa vida que me gobierna, a la mujer que me vió
crecer estrepitosamente, a la mujer que me consoló en mi más profunda amargura;
esa mujer que remendó presurosa y cariñosamente los diseminados pedazos de mi
alma trizada por la pena, cuando un artero y fulminante amor me la hizo mil pedazos
con una ciclópea explosión de desamor, esa mujer que se regocijó excelsa en mis
éxitos, y que se rió presta, cándida y abundantemente conmigo en mis numerosas
y monumentales estupideces.
Gracias por ayudarme a pagar mis errores, porque sé que los pagué
con mi sangre que es sangre de tu sangre, y las lágrimas que derramé en
aquellos escasos pero negrísimos días que a veces me abatieron durante la
inquieta jornada de mi vida, contenían siempre la dulce sal de las tuyas. Fuíste siempre eterna en mis más efímeros
momentos, fuíste siempre más que un frágil instante en mis largas esperas, y fuíste
siempre mi vida entera.
Te dedico devotamente este áspero pero honesto pedazo de mi brutal
e incandescente alma a tí Madre, porque apagaste devotamente la ciclópea sed
que sangraba mis prolongados días, porque tú me ayudaste pacientemente a
aprender la vida, porque me aleccionaste a sortear graciosamente los enigmas
del espíritu, y porque te consumiste sin demora y en un fulminante instante con
los más pequeños y los más excelsos triunfos de mi desordenada y bulliciosa
existencia, y porque siempre estuviste ahí para nosotros, dispuesta a dar todo
tu amor y energía sin nada a cambio, en un solo instante, tal como lo hace la airada
avispa cuando entrega su vida toda en un santiamén final, en un solo y fulminante
aguijonazo; y lo hiciste meramente por la incesante y efímera satisfacción de
ser Madre; Mi Madre. Éstas salvajes y
silvestres memorias mías escritas de mi puño y letra en el más fino papel, son
para tí; mi joven Madre.
También estoy triste Madre porque he tenido la atrevida audacia y la
temeraria osadía de atentar describir tu vida entera en esta precaria,
provisoria y presuntuosa hoja de papel, pero mi pluma se rehúsa a darme las candentes
lágrimas que necesito para escribirte más largo... Estarás ahora viajando en aquel tren sin motriz
hacia los lejanos espacios siderales de la imaginación humana; contenta y a
reunirte con el amor de tu excelsa vida, a reunirte una vez más con tu
compañero mortal, aquel ser que cuando estaba entre nosotros, solíamos llamarle
Padre.
Francisco Javier y Carmen Cecilia junto a algunos miembros de sus
familias, estos amantes y dedicados hijos tuyos están padeciendo la más cercana
pena y la más devastadora desolación que nos trajo tu angustiosa partida. Francisco y Carmen se han llevado la parte más
pesada de nuestra pena porque estuvieron a tu lado respirando y palpando el
amargo y mordiente dolor que yo solo puedo imaginarme desde esta indolente
distancia. Esos padecimientos son
enormes porque traspasan los tejidos del alma.
Quiero que tú y las demás gentes sepan de los muchos sacrificios y
cuidados que ellos te han prodigado tan generosamente, los que han sido en su
mayoría invisibles para todos, los que te han sido entregados con un amor sin
límites humanos, y con una dedicación a la que yo no puedo más que envidiar. Ha sido una larga, pesada y agotadora jornada
para ellos; pero la han caminado con la misma energía, dedicación, medida y
amor infinitos con la que tú caminaste la tuya.
Cuando sea que llegues a donde sea que llegues mi joven Madre, acuérdate
de ellos.
Hoy te has marchitado Madre, empero; no puedo llorar
inconsolablemente a pesar de esta agobiadora pena que me muerde el alma. No puedo llorar... No puedo llorar desconsolado porque nos
enseñaste demasiado bien a desdeñar la mala fortuna, a boicotear la tristeza, a
reírnos de los desagravios de la vida, y a sonreírle ampliamente, siempre
desafiantes y altivos al cruel y malquisto destino el que con sus ingratas dentelladas
a veces nos desmorona, y que en ocasiones despedaza estrepitosamente los apretados
espacios de nuestro ingrávido mundo... Quizá
las palabras más poderosas que ponen mi llanto en seco ayuno, son aquellas que
me dijiste un día: "No llores hijo mío
porque tus lágrimas no te dejarán ver las hermosas estrellas". Gracias Mamina por obsequiarnos con la
inexpugnable solidez de tu infinito espíritu.
Quizá mi falta de lágrimas también se deba a que me enseñaste a
encontrar y a descifrar el oscuro secreto de la muerte a la luz del espíritu
mismo de tu vida. Si alguien sabe de
esto, esa persona fuíste tú Mamina. Tú
nos enseñaste a beber del río sereno del silencio para que pudiéramos decir lo
que pensamos con palabras claras, sinceras y estruendosas; claras como el agua
de ese magnífico río de tu vida, sinceras como tu principesco amor por nosotros,
y estruendosas como la munífica nobleza de tu sinceridad.
Para poder conocer bien la tristeza debemos conocer mejor a la
alegría. Tú Mamina nos enseñaste espléndidamente
la impoluta alegría, y es por eso que hoy sentimos un dolor tan profundo, no
porque te hayas marchitado; sino porque nos has dejado atrás sin tí; sin tu compañía.
Mamina, tú no nos enseñaste tenacidad, tú
nos enseñaste a llevar a la tenacidad con una brillante y alegre sonrisa en nuestras
caras.
Adiós compañera, amiga y guiadora de nuestras vidas. Ahora tu larga vida nos parece un corto y
precario segundo, pero para poder decirte adiós nos llevará una eternidad. Adiós Mamina, compañera, amiga y guiadora de nuestras
vidas; ahora estás libre para visitar todos esos lugares y todos aquellos
etéreos espacios con los que siempre soñaste, ahora estás libre de despertar y seguir
todos tus dormidos sueños sin los pesados e injustos grilletes de la vida. No hay necesidad de que nos envíes tarjetas
postales Mamina porque la muerte no te ha robado de nosotros, sino que te ha
inmortalizado cincelándote para siempre en nuestras memorias.
Tú nos enseñaste a encontrar y conocer el oscuro secreto de la
muerte solo porque siempre estuviste dispuesta a descubrirlo en el espíritu
mismo de tu generosa vida. Si alguien sabía
este secreto; ésa fuíste tú querida Mamina.
Una vez mirando abiertamente dentro de mis oscuros e inquietos ojos con los
serenos verde-vida de los tuyos, me dijiste que no querías que tu muerte
oscureciera mi cielo, ni que tornara grises mis días, ni que ajara mi alma en
pena, ni que envejeciese mi pujante espíritu.
Con tu suave y baja voz me dijiste con la sabiduría de infinitos años: "La muerte es como el interruptor de la
luz, cuando alguien apaga la luz, la oscuridad no tiene que invadir ni
apoderarse de nuestras vidas, es sólo un asunto momentáneo; solo tenemos que activar
ese interruptor otra vez para encender la luz y retornar la luz a nuestra
vidas. Esto es importante porque así
podremos ver otra vez la belleza que tenemos, y la que los demás nos han
dejado".
Ayer activé el interruptor de la luz de mi vida siguiendo tu
consejo, y encendí las luces de mi vida una vez más, pero sus fulgores ya no
brillaban como cuando tú estabas aquí...
Sé que se pondrán más brillantes con el tiempo porque el tiempo lo cura
todo. Sí, el tiempo lo cura todo, pero éste
no arregla nada... Pero recuperaré esa amplia
sonrisa de mis labios y la indomable alegría de mi espíritu porque una vez me
pediste encarecidamente que no estuviera triste con tu muerte, porque yo no te daría
la oportunidad de estar triste con la mía.
Un hombre incautamente franco y tan pequeño como yo nunca será
capaz de expresar un adiós para siempre en forma correcta o cumplida, ni
siquiera con mis silencios porque mis silencios siempre dicen nada. No puedo expresarte un entendible adiós para
siempre, no porque hayas partido; sino porque en nuestras vidas fuíste una extraordinaria
mujer como ninguna otra; así que sólo te diré: Que tengas un buen viaje, querida
Mamina.
En mi tierra, precediendo al entrante Otoño en Agosto 22 de 2015.
El más loco de tus hijos,
Rodrigo Antonio Silvestre