Cuando yo
era un pequeño humano, mi náutico padre me llevó en uno de sus largos navales
viajes a Isla Navarino, en el sur de Chile y del planeta mismo, allá en los
lares de Tierra del Fuego donde no hay fuego.
¿Qué cosas, no?
Este
viaje fué providencial para mi memoria porque años después, cuando era más loco
y aventurero, me acordé de una osada conversación que mi padre tuvo con otros
marinos de la tripulación de aquel entonces.
Ellos estaban considerando la posibilidad de viajar por un par de días a
la Península Mitre en Argentina ya que estaríamos fondeados en la Isla Navarino
por alrededor de una semana, y con esto, habría el tiempo suficiente para una
rápida visita. La Isla Navarino está
ubicada exactamente al nor-oeste de la Península Mitre, y la excursión sería
cruzar a la ciudad de Ushuaia en Argentina, y emprender rumbo al sur hacia la
península, a este antiguo dominio de los indios Onas; conocidos antiguamente
como la gente Selk'nam.
La razón
de la que me puedo acordar para justificar y realizar este improvisado viaje,
fué que uno de la tripulación mencionó que esos lugares eran hermosísimos y muy
poco frecuentados, y que no se produciría otra vez la oportunidad de poder
viajar allí si no lo hacían en ese momento.
¡La emoción estaba en el aire!
Pero duró poco. El viento del Sur
es fuerte y constante, así que se llevó rápidamente las emociones y el
entusiasmo enredado en su álgido ulular hacia el glacial confín de la
península. El viaje nunca ocurrió. No sé de las razones que desbarataron los
planes, pero en mi memoria ese recuerdo se quedó pegado como Patella Vulgata a la roca: La Península
Mitre y el Cabo San Pío. Años después,
ese incisivo recuerdo me llevó una vez más a los remotos y fríos lugares del
planeta.
La
conversación de la tripulación hablaba de lo que encontrarían en Mitre: enormes
colonias de aves australes, nutridos asentamientos de
grandes mamíferos marinos, asimismo como grandes extensiones de pardos turbales, esos intermitentes pantanos faltos de oxígeno llamados "humedales", y
las cavernas más australes del globo.
Esto es suficiente para que mi espíritu se embarque prestamente en una
jornada de otra forastera, atolondrada e
irreflexiva aventura. La meta sería
llegar al faro de Cabo San Pío, y regresar sin decir ni pío.
Créanlo o nó, el tiempo pasa...
Años después junto con otros tres amigos locos, emprendimos una meridional
jornada de descubrimiento hacia el austral Cabo San Pío. La
primera parte de la jornada fué establecer una base de operaciones en la ciudad
Argentina de Ushuaia. Allí dejaríamos
algunos pertrechos y otros enseres y adminículos que no necesitaríamos para el
viaje. Llegar al Cabo San Pío era un
desafío fenomenal porque según recuerdo (a esta edad la memoria a veces me
juega pasodobles) no había caminos civilizados que llegasen a la península por
el lado Oeste de Argentina, el lado donde nos encontrábamos.
La Península
Mitre en Tierra del Fuego se encuentra a unos 210 kilómetros de
Ushuaia, y el faro San Pío, se sienta enfrente de Isla Nueva, la que está en
territorio marítimo chileno. No hay
caminos que lleven humanos civilizados para esos lares. Hay que seguir los senderos de los guanacos
porque son lo únicos animales de cuatro patas que viven allí. Hay muchos pájaros, peces y lobos marinos, y
uno que otro gaucho argentino perdido buscando a Martín Fierro; pero éstos no
dejan huellas o senderos en tierra, sino que en el agua como Joan Manuel Serrat
i Teresa que deja senderos en la mar.
Éste cantante y poeta ya nos había advertido: “caminante no hay camino, sino estelas en la mar”.
Bajo estas circunstancias, llegar a pie al Cabo San Pío es imposible, así
que el plan era cubrir la mayor parte de la jornada en una chalúa desde Ushuaia
hacia las Islas Tierra del Fuego, frente a la comuna de Cabo de Hornos en el
lado chileno, hasta pasar la chilena Isla Picton. Para lograr esto, tendríamos que encontrar a
Barba Negra, a Francis Drake; o a algún chalupero argentino más demente que
nosotros y que osase aventurarse en tamaña locura. Este tipo de riesgos ha sido siempre la vid
de mi vida.
El dinero no habla; sino que aúlla.
No nos costó mucho encontrar un osado y loco marinero que por el precio
justo, nos llevase en nuestra correría. Dijo
que su nombre era Yehuin. Yehuin era un
tipo bastante pataco y fornido, con escasos dientes, pero con una sonrisa y un
sentido del humor estupendos. Años
después descubrí que “Yehuin” es el nombre de un lago en Tierra del Fuego. Yehuin era “papichento”(1). Nombre o nó, este singular seudónimo me
recordó al personaje “Laguna” del cuento de Manuel Rojas, aunque
físicamente, ambos eran diametralmente opuestos. Eran los comienzos del mes de Febrero, y las
temperaturas oscilaban entre lo civilizado y lo político (también hubo días de
mierda).
(1) Prognatismo. Es el tener la mandíbula inferior prominente,
superando en rango a la floja mandíbula superior. Esto
causa algunas deficiencias eco-reverberantes de pronunciación al hablar. La
gente papichenta no puede mantener la boca abierta en los días de lluvia,
porque se pueden ahogar.
Yehuin era muy diligente y confiable, y siempre te miraba con una sonrisa con
la boca semi abierta exhibiendo aquel indigente y diseminado bosque de dientes
que poseía. Después de alinear planes y
pagos, Yehuin nos mostró su argonauta nave.
Atada a un molo de palos estaba la flotante embarcación. Era una extraña mezcla entre un remolcador,
un pontón, y el Arca de Noé. De alguna
forma extraña, este bastimento emulaba el físico de Yehuin. La embarcación era bastante amplia y con
camarotes para seis. No tenía baño el
bajel éste, así que las transacciones intestinales y de la pilcha, había que
hacerlas siempre a sotavento –popa o proa--, porque a barlovento; la tembleque micción
y los “depósitos a la fuerza” caerían irremediablemente sobre cubierta.
Zarpamos una antártica mañana de Febrero como a eso de las seis de la madrugada. El viento silbaba helado y las aguas del
estrecho estaban pesadas. Los pájaros
estaban callados esperando a que el sol se asomase por la frontera Este. La embarcación poseía un pequeño y viejo motor
diesel de dos tiempos que ronroneaba a patadas fatigosamente mientras que se
adentraba seguro en las entumecidas aguas del canal Beagle.
- ¡El viaje será largo! – dijo Yehuin mientras piloteaba la nave hacia la
oscura boca del canal.
Todos asentimos con la cabeza. Era
demasiado temprano para hablar, y el café recién se estaba filtrando en la
vieja y abollada cafetera. También había
mate, pero no era apto para nuestras mañanas.
El insistente martilleo del motor se fué desvaneciendo paulatinamente a
medida de que nos acostumbrábamos a él, hasta que se hizo inaudible para
nuestros oídos. Ahora oía el embate de
la metálica proa del “Patoruzú”(2) en contra de las
menudas olas que cortaba en su avance.
El sol comenzaba a iluminar este lejano punto del planeta, y con la luz
crepuscular, las siluetas de la costa se comenzaban a definir contra el inseguro
y borroso telón de la bruma.
(2) Patoruzú es un cacique Tehuelche, un personaje cómico Argentino que
vive en la Patagonia. Patoruzú fue creado por Dante Quinterno en
1928, y es considerado el héroe más popular de la historieta argentina.
Este lanchón con semejante nombre seguía impávido su rumbo, y después de
bebernos un buen café y comer unos bocadillos, estábamos más despiertos para
disfrutar del paisaje. Había unas
toninas acompañándonos y que jugaban con el rompeolas de la proa, en
lontananza, se vislumbraba una manada de lobos marinos descansando en una de
las muchas playas que hay a lo largo del canal Beagle. La travesía me trajo a la memoria los indios Alacalufes
que una vez visité con mi argonauta padre en la Angostura Inglesa, en el Golfo
de Penas, y de los Yaganes que habitaban aún más al sur. Estas poblaciones indígenas datan desde hace más
de 6.000 años. Me paré contemplativo en
la popa del “Patoruzú”, y miré la revuelta estela llena de danzantes burbujas
que su ocupada hélice dejaba en el agua.
El alba seguía fría, opaca y húmeda.
Los primeros Alacalufes que conocí, los encontré en la Angostura Inglesa,
que es la continuación del Canal Messier hacia el Sur. A los Alacalufe se les conoce también como la
gente Kawésqar, que en el lenguaje Yagán significa
“comedores de moluscos”. ¿Qué cosas,
no?
Navegamos casi todo el día. De vez
en cuando nos cruzábamos con algunas canoas y esquifes tripulados por
aborígenes que nos saludaban a lo lejos agitando sus manos abiertas. Las gaviotas ahora estaban más bulliciosas
volando por sobre nuestras cabezas y tratando de mantener la baja velocidad del
“Patoruzú”. La geografía del lugar parecía desolada. Vimos algunos naufragios viejísimos varados
en las orillas del estrecho. Pensaba en
qué habrá sentido Hernando de Magallanes cuando navegó por primera vez estas
mágicas latitudes al servicio de
Carlos I. Me interpelo por qué Hernando
“de Magallanes” se llamaba así. Él no
era de Magallanes, era de una localidad llamada Vila Sabrosa, en Portugal por allá por el año 1480. Debería haberse llamado Hernando De Vila
Sabra, o Hernando el Sabroso. ¿Qué
cosas, no?
Embrollo
Nuestros grandes y ambiciosos planes se
comenzaron a desbaratar durante la última parte de aquel primer día de
navegación, antes de llegar a las Islas Tierra del Fuego, aquellas que se
encuentran en el medio del Canal Beagle en el lado Argentino. La posición de la isla angosta el paso del estrecho
en ese tramo, haciendo que sus aguas fluyan a gran velocidad hacia el Sur, lo
que hace la navegación sumamente peligrosa. Llevábamos ya varias horas de asengladura. De pronto oí la voz de Yehuin:
- ¡Hora de parar! – Vociferó Yehuin – ¡La
marea está alta y es mejor que esperemos la marea baja!
- ¿Cuándo será eso? – uno de nosotros
preguntó.
- Mañana –respondió Yehuin haciendo una
mueca de resignación. - Vamos a atracar
–agregó mostrando su desolada formación de adarajas y apuntando hacia la oscuridad
con un dedo gordo como un bulldog sin patas, y comenzó a buscar una ensenada alrededor
de la isla grande cuya figura ya se recortaba enfrente de nosotros. Esta gran isla es la primera isla del pequeño
archipiélago de las Islas de Tierra del Fuego.
¿Mencioné que en estas regiones no hay fuego por ningún lado?
No estábamos muy contentos con la decisión
porque queríamos avanzar más hacia el sur, pero Yehuin se mostró
inflexible a nuestras demandas.
Inmediatamente redujo la velocidad linear de la embarcación a un paso perezoso, indolente y apático; y con la parsimonia de la ancianidad,
siguió piloteando la barcaza por una angosta boca del Estrecho. Después de más de una hora de lentas y
repetitivas maniobras, fondeó remisamente el bote en un meandro del litoral. La oscuridad de la noche ya se enseñoreaba en
estas latitudes, y la ensenada en la que nos adentrábamos, estaba oscura como conciencia
de político. Sin más remedio que esperar
el siguiente día, tomamos turnos para visitar sotavento. Fuimos todos, menos uno de nosotros.
Después, preparamos una escueta y lacónica
cena de campaña que consistía en pescado frito, huevos fritos, papas fritas, y
empanadas de queso fritas. Lo único que
no estaba “frito”, éramos nosotros.
Todavía. Fallamos en reconocer
que toda esta fritura era un presagio de mal agüero. Tuvimos una animada conversación sobre la
cena, donde Yehuin se relajó un poco bajo la indolente presión etílica del trago, y nos
contó de algunas de sus aventuras por los canales del Beagle. Había vino, cerveza en tarros, y una botella
de Pisco para
emergencias. Había otra botella en el
botiquín en caso de catástrofe.
Estábamos preparados.
Durante la pseudo-cena, escuchábamos
atentamente de Yehuin los relatos de algunas de
sus espeluznantes historias acerca de sus aventuras por el Beagle que envolvía
desde sardinas a sirenas. Después de
escucharlo por bastante rato, noté algo que me incomodó: me entró la severa
duda de que Yehuin fuese argentino. Yehuin no
hablaba mucho, pero cuando lo hacía, no lo escuché ni
una sola vez decir: “¿Viste?”. Ésta es
una clara e inconfundible característica eco-acústica-ocular típica del
argentino-parlante. La falta de esta expresión
verbal en un legítimo argentino es muy grave y sospechosa. ¡Es como si un chileno no dijese “huevón”!
No le dí mucha importancia al asunto porque
lo más fundamental después de la cena en ese momento, era el Pisco. Esa noche nos fuimos a dormir temprano en los
incómodos y reducidos camastros. Los
únicos sonidos que se escuchaban era el reverberante resonar de las olas contra
las hoscas arenas de la playa, y el tosco jadeo del motor en neutro. A esta alta hora de la noche, Yehuin visitó
sotavento.
No sé cuánto tiempo pasó, pero me desperté sobresaltado al oír una
angustiosa voz pidiendo ayuda. Me alcé a
mirar por la claraboya a través del caramanchel, pero todo estaba más negro que
yogurt de alquitrán, y no se veía nada.
Todos nos levantamos rápidamente, cogimos nuestras linternas y salimos a
cubierta a averiguar de qué se trataba el jaleo. Sobre cubierta había una egoísta,
desvergonzada y sucia ampolleta que sólo podía alumbrar un irrisorio espacio. Me trajo a la memoria el cura de mi pueblo. Noté que había un viento helado bastante
enérgico, y que el “Patoruzú” se bamboleaba brioso a diestra y siniestra. Cuando descubrimos que los angustiados
alaridos provenían de la proa del barco, dirigimos el haz de luz de nuestras
linternas hacia el origen de los gritos.
Y ahí estaba. Sentado compungidamente
en la borda y con los cachetes al aire colgando de la salobre balaustrada hacia
sotavento. Era el gil que no visitó
sotavento antes de irnos a dormir. Era
una escena cómica: con una mano se afirmaba desesperadamente de una “maceta de
aforrar”(3), y con la otra trataba de mantener el equilibrio en la
borda para no irse de espaldas al agua.
Tenía uno de los pasadores del pantalón atascado en un garfio de amarra,
y no se podía bajar de la corta eslora, ni sacarse los pantalones para salir de
esa indigna posición.
(3) Maceta de aforrar o Mandarria. Este vocablo náutico es un diminutivo de la
palabra: maza (martinete o cachiporra). Es un cilindro de madera que se
usa para amarrar y asegurar las jarcias, y también para fragmentarle o
desintegrarle el cráneo al prójimo. Las
malas lenguas dicen que tiene otras aplicaciones, especialmente en las mareas
muy largas, pero no quiero meterme en esto.
En los botes y veleros pitucos se le conoce como “Cabilla”. ¿Qué cosas, no?
Cuando nos reíamos a carcajadas, el acongojado
tipo grita:
- ¡Necesito papel “confort!” (Expresión
chilena para papel higiénico)
- ¿Y por qué no trajiste? – Objetó una voz.
- ¡Sí traje huevón, pero el viento se lo
llevó! – Explosivas risas se oyeron en el segundo plano.
- ¡Ya po’s huevones! ¡Tráiganme papel! - Chillaba el hombre con la angustia del
abandono.
- ¡Tenemos lija no más! – Dijo otro
iluminado del grupo.
- ¡Puta! ¡No weís más po’s huevón y trae
papel! – La delirante voz reclamaba agitada.
- ¡Ya, huevón, ya! – Dijo otro mientras se
dirigía a buscar este necesario rollo de papiro fecal.
La embarcación se sacudía cada vez más
intensamente haciéndonos difícil mantener el equilibrio en la mojada y resbaladiza
superficie de la cubierta. El sujeto en
cuestión con los pantalones a media asta
se cabeceaba peligrosamente en el filo de la borda, y oscilaba cada vez
más ampliamente. Las olas ahora se
reventaban coléricas y violentas contra el casco del bastimento, haciendo que
el agua salpicara por todas partes, entorpeciendo nuestra visión y
desestabilizando nuestro precario equilibrio.
- ¡Parece que tenemos un temporal fuerte! –
Gritó Yehuin con una voz grave y seria, quien hasta ahora no había dicho ni hecho
nada, aparte de reírse a carcajadas de la cariacontecida condición de nuestro
compañero de viaje.
La cosa se estaba poniendo color de hormiga. El agua del canal se encaramaba por ambas
bandas bañando la cubierta de lado a lado mientras que el buquecito se escoraba
sin piedad. La cubierta estaba tan
resbalosa como ética de abogado deshonesto, y no nos permitía acercarnos a
socorrer a nuestro compinche en apuros sin caernos, o arriesgarnos a caer por
la borda. Yehuin desapareció hacia popa
mientras gritaba algo acerca de ver que no se enredasen los amarres del
anclaje. Esto era importante porque la pedregosa
batimetría del canal es de alrededor de 150 metros de profundidad.
Sin duda parecía uno de esos temporales dignos del Golfo de Penas. Siempre me había preguntado cómo diablos este
golfo adquirió semejante nombre, pero parecía obvio al observar la tempestad. El Golfo de Penas es la ensenada
del Pacífico entre el cabo de Tres Montes y las islas de Guayaneco, donde se les
hacía penosa la navegación a las antiguas pequeñas embarcaciones que solían
atravesarlo.
Como lo mencioné antes, la cosa se estaba
poniendo color de hormiga (4).
El viento soplaba endemoniado y comenzó a llover. La lluvia era gruesa y caía de lado empujada
por el ventisquero, y nos golpeaba la cara como un manojo de agujas. Nuestro defecante compañero estaba a punto de
perder el equilibrio y caer por la borda, pero no podíamos socorrerlo porque no
podíamos llegar hasta él. La cubierta ahora
estaba más resbalosa que lengua de político y no podíamos avanzar hacia
él. Éste nos miraba con una cara de pánico
absoluto y más preocupado que madre de torero inepto.
(4) La expresión “color de hormiga” significa que algo tiene mal aspecto, o que presagia dificultades o graves
problemas; pero no tengo la más peregrina ni errabunda
idea de donde salió, ni de como se originó este dicho.
Contratiempos y Percances
De pronto se oyó una sorda explosión seguida de unos
alaridos incomprensibles que salían de la aguardentosa garganta de Yehuin.
- ¡Se cortó la espía!, ¡Se cortó la espía!(5) – gritaba con los
ojos desorbitados mirándonos como si estuviera haciendo una encuesta.
(5) Una “espía” de amarre en términos náuticos es
una gruesa cuerda de amarre, la que se asegura a una bita para mantener las
embarcaciones fijas al muelle. Nuestra
espía estaba sujeta al ancla.
Creo que el único del grupo que sabía lo
que era una espía era yo. Sabiendo esto,
se me heló la pajarilla. Con el viento, la lluvia y las bajas
temperaturas yo ya estaba helado, pero en ese momento, la pajarilla lo estuvo
más. ¡Esto significaba que nuestra
embarcación estaba a la deriva! Yehuin se daba
más vueltas que un mojón en el agua tratando de destrancar un ancla de
suplemento que llevábamos a bordo, pero sus esfuerzos eran inútiles. El ancla estaba definitivamente atollada y no
había nada que la hiciese desistir.
En medio de este desconcierto se oyó un grito de alarma:
- ¡El Silvio se cayó al agua!
No había mencionado antes el nombre de este
consternado ciudadano porque el llamarse inverecundamente: “Silvio” en público;
puede ser muy bochornoso.
Aparentemente el frágil pasador del
pantalón que estaba enredado en el garfio de amarre se reventó súbitamente con
uno de los violentos corcoveos del “Patoruzú”, y Silvio se fué
guarda abajo a poto pelado desapareciendo en las turbias y heladas aguas del
golfo. Afortunadamente (o nó), estábamos
peligrosamente cerca de la playa, así que Silvio fué capaz de nadar hasta ésta,
y escapar del peligro. Seguía a poto
pelado porque entre la caída al agua y la nadada a la playa, misteriosamente perdió
los pantalones y los calzoncillos.
Ésta era la menor de nuestras preocupaciones. El “Patoruzú” comenzó a zarandearse en todas direcciones
mientras que Yehuin gritaba:
- ¡Vamos a encallar!, ¡Vamos a encallar!
No se veía ni mierda. La noche estaba más oscura que la de “El Tortillero”,
el temporal se acentuaba, la lluvia se intensificaba, y la marea se violentaba,
y por desgracia, ¡otro gil se nos cayó por la borda!
- ¡Agarrarse mierda! – gritaba Yehuin colérico
mientras se sujetaba con una mano a la cabeza una gorra marinera más sucia y
grasienta que conciencia de fraile, a la vez que maniobraba desesperadamente el
timón que parecía no hacerle caso para nada.
El barco seguía derivando hacia una masa negra que sobresalía del agua y
que se recortaba contra las estrellas del firmamento, allá arriba.
- ¡El Panqueque se cayó al agua! – bramó una voz preocupada.
Traté de mirar por la borda, y apenas pude vislumbrar al Panqueque nadando
apurado hacia la playa, alumbrado por la violenta y mortecina luz de los
relámpagos que azotaban esporádicamente la noche y que se escabullían prestos por
entre las negras tormentosas nubes. Le
decían Panqueque porque era medio “dulce”.
Un nuevo relámpago alumbró la noche y también los blancos nudillos de
mis puños aferrándose a una jarcia suelta.
Mi pajarilla no estaba solamente helada, ¡ahora se había puesto dura! Aquí es cuando me doy cuenta de que estoy
verdaderamente loco, porque bajo estas apremiantes circunstancias, me estaba
divirtiendo secretamente. ¿Qué cosas,
no?
Entre este tremendo y desorganizado bochinche,
perdí de vista al “Anchoa”, nuestro otro compañero. Le llamaban “Anchoa” porque tenía cara de
pescado y olía como una de ellas. Traté
de escudriñar a proa y a popa, pero no pude verlo.
- ¡Yehuin!, ¿Hay visto al Anchoa? –grité
preocupado sin poder ver a Yehuin.
Pasaron varios segundos nerviosos y escuche
a Yehuin decir:
- ¡Se debe haber caído por la borda! – de
pronto contesto Yehuin con una voz poco preocupada de cualquier otra cosa que
no fuese su anclote de provisión.
Este asunto no se veía nada de bien, con
tres en el agua la cosa ya no era aventura, sino que desventura. Avancé hacia el entrepuente como pude y sin
soltarme de mis apoyos para no terminar en el agua. A duros esfuerzos llegué a la entrada y me
asome a ver si podía ver algo con la escasa luz que la ampolleta desgraciada
daba. Y ahí lo ví: el Anchoa estaba de
espaldas sobre el piso entre una mesa y unas cajas que se habían desestibado y
danzaban al ritmo del “Patoruzú”. Estaba aturdido.
- ¡Encontré al Anchoa! – grité desahogado esperando que Yehuin me
escuchase, pero Yehuin nunca contestó.
Rápidamente me dediqué a socorrerlo, pero era difícil la maniobra con todo
el meneo alrededor mío, y además que el Anchoa era medio guatón, y pesaba más
que la pena del pobre. Finalmente pude
agarrarlo de la guerrera y traté de levantarlo del piso. Con gran esfuerzo pude apuntalarlo en una de
las sillas apernadas al piso. Tenía un
chichón mayúsculo en la frente y estaba más lacio que pulpo desmayado. No supe cómo ni cuándo se golpeó, o qué
estaba haciendo cuando pasó, pero no había tiempo de averiguaciones así que lo
amarré a la silla con una sirga para que no se cayera otra vez. Fué un alivio el saber que no se había caído
al agua.
Unos segundos más tarde, un tremendo e
irascible sacudón remeció al “Patoruzú” de proa a popa, y de babor a estribor. La violencia del impacto nos envió a todos al
piso de la cubierta, y prontamente el “Patoruzú” dejó de sacudirse. Habíamos varado en la arenosa playa y el “Patoruzú” comenzó a
escorarse amenazadoramente
sobre la borda de estribor. Se oyó un dramático
y enorme crujido, y el “Patoruzú” dejó de moverse
completamente. Después de unos tensos
momentos en que nos percatamos de que estaríamos seguros ya que el barquito
estaba encallado y sin destino, nos preocupamos de los
giles que se habían caído al agua.
Como ya estábamos en contacto con la playa,
entre la oscuridad y la bulliciosa tormenta, los izamos a bordo con Yahuin a
ambos quienes tiritaban de frío como virgen en celo, le pasamos un mameluco a
Silvio para que cubriera su mohicano, y todos nos parapetamos bajo
cubierta. El Anchoa seguía
desmayado. Estábamos incómodos porque el
barquichuelo estaba capotado y nada estaba horizontal. Mientras estábamos ocupados tratando de
acomodarnos, Yehuin se asomó sonriente por el dintel del camarote, y alzando la abollada
cafetera en su mano izquierda, inquirió por entre su valle dental:
– ¡Ché! ¿Quién quiere café?
El café fué bienvenido. Sorbimos el caliente brebaje, nos arropamos,
y tratamos de dormir mientras que nerviosos y desvelados esperamos el arribo de
la siguiente madrugada.
No era lo que yo quería.
La aurora nos recibió con un tenue sol y
una suave brisa. Nos levantamos y
salimos a la inclinada cubierta. Yehuin nos salió
al encuentro diciéndonos que había hecho contacto radial, y que seríamos
rescatados en un par de horas. El Anchoa
estaba despierto y no se acordaba de qué fué lo que le pasó. Nos preguntaba que había pasado mientras se
acariciaba el chichón de la frente.
Antes de poder ponerlo al día de los hechos acontecidos la noche precedente,
Yehuin interrumpió:
– Hay un
compadrito amigo mío que los puede llevar al Faro de Cabo San Pío, -y luego agregó- No creo que el “Patoruzú” pueda continuar.
Pero no se preocupen, el seguro pagará los daños. –
Seguidamente, se fué a sentar sobre el huinche de popa a fumarse un rollo
de algo que nunca supe lo que fué, pero que olía peor que aliento de abogado
deshonesto.
Silvio y el otro gil (el Panqueque) que se cayó al agua estaban mal. Ambos tenían fiebre y estaban tosiendo como
gato viejo. Esto nos preocupó. Estábamos en el culo del mundo y nuestro
botiquín de campaña no estaba preparado para esto. Además, el chichón del Anchoa se resistía a
desinflarse a pesar de la compresa de Agua de Árnica que le pusimos en la
frente. En vista de la apremiante situación
y después de un breve conciliábulo de camarilla, decidimos volver a Ushuaia
para darle el cuidado apropiado a nuestras bajas, y así evitar que la situación
se agravara aún más. Lo peor de todo fué
que no pudimos encontrar la botella de Pisco de Emergencia.
La cuadrilla de rescate arribó en un
par de remolcadores alrededor de unas dos horas después. Luego de darles algunos primeros auxilios a
nuestros machucados y lastimados exploradores de salón, nos transbordaron a una
de sus embarcaciones, e iniciamos el cabotaje de
regreso a la civilización, mientras el otro remolcador socorrería a Yehuin. Antes de zarpar, Yehuin salto
ágilmente desde el “Patoruzú” a la cubierta de nuestro remolcador, y nos dió un
sentido abrazo de despedida a cada uno de nosotros. Buen chato este Yehuin, pensé en introspectiva.
La isla grande de las Islas Tierra del
Fuego fué alejándose paulatinamente a nuestras espaldas mientras nos dirigíamos
hacia el Norte en busca de Ushuaia. Apoyado
en la balaustrada de estribor, me dediqué a mirar a las juguetonas toninas que
habían vuelto a jugar con nosotros entre los alegres graznidos de las gaviotas
que sobrevolaban nuestra barca. Hacia
popa solo se veía la blanca estela de espuma que dejaba la poderosa hélice del
remolcador. El cielo estaba limpio.
Me sentía un poco culpable porque embarqué a estos marineros de salón en
una aventura que les quedó grande, y en la que todos salieron machucados, menos
yo. Me acordé del Capitán Araya...
Nunca llegué a la Península Mitre y nunca llegué
a conocer el Faro de Cabo San Pío. Y
entre las olas y el áspero bufido del motor del remolcador, regresamos
taciturnos a la Isla Navarino; sin decir ni pío. Como si todo esto no hubiese sido suficiente,
la ironía de la vida me abofeteó una vez más: el nombre de este remolcador era
“Cabo San Pío”.
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Post
scriptum et quorumdam suggestionibus pro futurum: Si hay algún tema sobre el cual usted
quisiera leer mis traumáticas y ligeramente psicopatísticas opiniones, por
favor sugiéralo a: rguajardo@rguajardo.us.
Caveat: Mis opiniones personales pueden resultarle
ácidas, demasiado honestas, corrosivas, irreverentes, insultantes, altamente
irónicas, acerbas, licenciosas, mordaces y de una causticidad filosófica sin
límites conocidos por el ser humano, y quizá no le apetezcan o acomoden
intelectualmente; pero es lo que habrá disponible basado en su pedido. Gracias.
El Loco