El pescador regresaba lentamente al compás del cadencioso ritmo de las pequeñas olas de vuelta a su caleta de origen esa tranquila mañana de Marzo después de haber tenido una jornada de pesca bastante buena. Remaba descansadamente y sin apuro mientras el sol se comenzaba a levantar lentamente detrás de los cerros de "La Perla del Pacífico" y a dibujarse tenuemente en sus fornidas espaldas. Él iba observando cómo las pequeñas olas del mar jugaban inquietas las unas con las otras, y que de vez en cuando, algunas de ellas se coronaban tímidamente con una cresta de blanca espuma salina. Los remos de su bote se hundían en el agua con un pulcro cuidado como si no quisiesen perturbar la harmonía de la temprana mañana, pero la propulsión de la remada era poderosa como los brazos del pescador, e impulsaban el bote amarillo con energía y potencia mientras que la afilada quilla del bote cortaba las aguas con una voracidad como la que esgrimen los políticos cuando cercenan las ilusiones de los ciudadanos.
La noche que precedió esa radiante mañana había estado románticamente iluminada por una sensual luna que se preparaba a retirarse a su lecho sideral, y una brisa calmada mantenía el mar tranquilo y sin grandes olas, las que eran siempre una preocupación primordial para los boteros y para las embarcaciones de pequeño calado. Se dejaba sentir un fresco y agradable céfiro marino que acariciaba la curtida piel del pescador y lo untaba sensualmente de una náutica y salada humedad con un dejo de sentimentalismo y nostalgia. Los únicos sonidos que rompían el silencio de la mañana y que apenas se oían en el aire y por sobre la inmensidad sin eco del océano, era un suave silbido con sabor a lamento que escapaba de sus labios, y los esporádicos e impertinentes chillidos de las gaviotas, pelícanos, albatros, petreles y cormoranes que sobrevolaban el bote con la esperanza de obtener algo del botín del pescador. Las gaviotas chillaban coléricas sin cesar, como lo hace mi suegra; pero las gaviotas respiraban de vez en cuando.
El pescador silbaba una vieja melodía que había aprendido de su padre cuando éste años atrás, le enseñase el oficio marino mientras pescaban juntos aventurándose sobre la líquida capa que escondía los sumergidos misterios de la mar. El pescador remaba acompasadamente acercando la proa de su bote poco a poco y lentamente al viejo y gastado tablado del pequeño muelle pesquero de esa caleta que estaba incrustada en su ciudad natal. Mientras regresaba, la proa de su gabarra y las mansas olas que la besaban coloquialmente se enredaban en un secuaz e inocente cuchicheo y risas náuticas. Él había nacido en esa caleta hacía unos 40 años atrás, y nunca había salido de ella. Ninguno de su familia lo había hecho. Pedro pescaba solitario sencillamente porque prefería que sus hijos asistieran al colegio.
Unos pacíficos y sedantes instantes después, y con la solícita ayuda de unas cariñosas y serviciales olitas que lo empujaban todo hacia la orilla, la aguerrida y gastada quilla de "La Esperanza" tocó tierra con la gracia de una estrella fugaz, y se integró prontamente a la febril actividad de la caleta "El Membrillo", que bullía con su propia marea de aves marinas, pescadores, comerciantes, y el infaltable turista fisgón.
La esencia y memoria de la caleta "El Membrillo" vive en el lado izquierdo de mi corazón que es el más amplio, justito al lado del Cerro Alegre, entre la Plaza Victoria y el buque manicero de Don Lolo; todos en el amplio y cómodo ventrículo izquierdo que ahora está reparado. Desde comienzos del pintoresco período de la Colonia en Chile, ciclo que abarcaría más de dos siglos; la longeva caleta "El Membrillo" ya era un sitio de palpitante actividad pesquera en esta región de La Gobernación y Capitanía General de Chile (o Nueva Extremadura), posesión de su Majestad Felipe II. Esta caleta seguía siendo un lugar de actividad de los indios Changos o Uros que habitaban esas costas desde el río Loa hasta el río Aconcagua. El nombre Changos es una expresión de la lengua Quechua que significa "lugar pequeño", o lugar de reducido tamaño. Estas comunidades indígenas estaban constituídas mayormente por pescadores nómades que se dedicaban principalmente a la pesca y a la caza de lobos marinos.
El nombre de esta pequeña, sumisa y deliciosa ensenada protegida por los elegantes y sólidos cerros porteños se adquiere por extensión y contagio, por hallarse ubicada cerca de las extensas plantaciones de membrillos que se cultivaban en los varios faldeos de los cerros contiguos (ahora Cerro Playa Ancha, desde el mar a Laguna Verde), propiedad de los primeros colonos de la región. La caleta "El Membrillo", además de ser un sitio piscícola y comercial, también en aquel entonces era un lugar de regalado esparcimiento para los escasos habitantes de la zona. Cuando se estaba disfrutando de la pedregosa playa de la caleta, solo había que tener cuidado de no embrollarse con las redes que se secaban al sol, y no pisar los numerosos y afilados espineles de los pescadores.
Pedro se desembarcó ágilmente de su marítima embarcación de madera y se aprestó para hacer lo que siempre era de menester hacer para todos los pescadores después de regresar a la orilla con sus capturas marinas: vender el pescado y otros surtidos frutos marinos a los comerciantes que esperaban ansiosos en la orilla para llevárselos a sus restaurantes u hogares; limpiar y suturar las redes si era necesario para luego colgarlas al sol para que se secasen; y limpiar y sacar el bote del agua para ponerlo a resguardo de las caprichosas mareas, hasta el próximo día de pesca.
Dominando la caleta y colgado temerariamente sobre el mar, estaba el "Restaurante El Membrillo", al cual las olas trataban de alcanzar constantemente rasguñando la pared que le sostenía firmemente por el lado del ventanal que miraba hacia el Mar de Chile. "El Membrillo" estaba ubicado oficialmente en la Avenida Altamirano 1567, en la ciudad de Valparaíso, pero al que todos sindicaban como "el restaurante de la Caleta El Membrillo". Para abrir el apetito, usted podía ordenar un buen pisco sour con limón de Pica, un consomé de mariscos, empanadas de queso, crustáceos, o el éxtasis de un ceviche de entrada. Merluza con dos agregados, o albacora con un agregado para continuar, pero también se ofrecían generosas pailas marinas, Reineta frita, y hasta pollo extranjero.
A este punto, con la cantidad y la calidad de la comida consumidas usted está más contento y satisfecho que el cura después de recoger el primer diezmo, y estará listo para ordenar el postre de rigor. Entre los costeros postres usted puede deleitarse con un Mote con Huesillos, o con Frutillas con Crema, o con un paradisíaco Flan de Leche, o si usted tiene un paladar indulgente; con una generosa porción de Dulce de Membrillo o de Alcayota. Lo que sea que elija, será de su completa satisfacción. Para coronar la aventura culinaria, usted ordena un "bajativo". Si usted es muy macho, ordena un recio Coñac, si es una dama, ordena un delicado Anís, y si es "indefinido", ordena una discreta "Mentita", pues. Este almuerzo le dejará el ombligo plano, y con una nueva y ampliada experiencia de la patriarcal aristología del arte cisoria.
Frente a la caleta y al restorán, había una pequeña gasolinera COPEC llamada "El Membrillo". Ya hemos discutido en repetidas ocasiones anteriormente en otros variados escritos sobre la increíble originalidad desplegada por los chilenos para ponerle nombre a las cosas y a los lugares, peculiaridad con la que repiten los mismos nombres más que un eco de tartamudo. La COPEC les dispensaba petróleo a los pescadores y sus lanchas y "bencina" a los "micreros"; los cuales mientras les llenaban los estanques, aprovechaban de almorzar o en "El Membrillo", o en el Casino de la Facultad de Odontología que estaba ubicado al lado, dependiendo de lo pitucos que se sintiesen ese día.
Al frente de la "bomba de bencina" y al costado izquierdo del restorán (mirando hacia el mar), estaba plantada solitariamente en la playa la silente estatua de San Pedro, el Patrón de los Pescadores. La estatua de San Pedro se erguía sobre la caleta con su eterna aureola de ampolletas quemadas (con la excepción del 29 de Junio de cada año), mirando en lontananza con unos ojos hondamente descoloridos hacia un horizonte que nunca llegaba, y con sus largas túnicas que a pesar de que ellas eran de un color celeste como el celeste del cielo, estaban pintadas irreverentemente de un blanco matrero; producto de una desinteresada cortesía de sacrílegas gaviotas. Esta capa gratis de boñiga ya no dejaba vislumbrar los originales colores de su vestimenta, ahora desteñida por el sol y el ácido estiércol. San Pedro era medio pelado con un chonco aislado de pelo arriba de la frente y en medio de su cabeza, subrayado con una bandolera de pelo negro que le unía las orejas y la barba por detrás de la cabeza.
Cada 29 de Junio se celebra la fiesta de San Pedro, y se idolatra con fanfarria al santo protector de cemento de los pescadores. Se organiza una bulliciosa procesión de embarcaciones de toda clase emperifolladas con guirnaldas multicolores y hermosas y frescas flores, engalanadas con músicos surtidos que resoplan y aporrean sus instrumentos con una seriedad pasmosa; las que navegan en pandilla desde la Caleta Portales hasta la caleta "El Membrillo", precedidos por la imagen del sagrado bienhechor, el que se sujeta firmemente de la tarima para no caerse al agua. También cada 17 de Septiembre se efectúa la Fogata del Pescador, donde se degusta un folclórico festival de merluza frita bien regada con pipeño, y más encima, con un afamado show artístico integrado por los talentosos músicos de la comarca. Después de que todos los invitados han comido, tomado y bailado, se van alegremente afirmándose los unos con los otros a jugar una "pichanga" al Parque Alejo Barrios a unas cuadras arriba del cerro; o simplemente se echaban a dormir "la mona" donde fuese que encontrasen acomodo.
Uno de esos largos pero brillosos días de Marzo en que entraba tarde a la universidad yo me encontraba observando a los pescadores desde el restaurante, y preparándome para ordenar y servirme un sabroso "Caldillo de Congrio", conocido también como "El Orgasmo de los Dioses". Mi misión era arrendar un bote para la "Carrera Mechona" que se celebraba cada Marzo en honor a los nuevos estudiantes de la Gloriosa Universidad Técnica Federico Santa María, y para celebrar el comienzo de un nuevo año de tortura estudiantil.
- ¡Jefe! -llamé al mozo (camarero) levantando el dedo índice haciendo un gesto como que estaba apuntando al cielo y encumbrando las cejas en señal de atención. Bien sabía yo que en Chile a los mozos no se les llama por el nombre de la profesión, por razones idiosincráticas simplemente inentendibles y de estricta seguridad personal.
- ¡Dígame señor! -contestó vivamente el mozo que tenía un ojo magnético (se le desviaba hacia el norte) y que nunca se sabía si lo estaba mirando a uno, o a las moscas que patrullaban el restaurante.
- Dígame Jefe, ¿el pescado es fresco? -inquirí levantando mis cejas casi hasta el límite del cuero cabelludo, como si la pregunta no la hubiese hecho yo. Inmediatamente pero demasiado tarde me dí cuenta de lo estúpido de la pregunta, lo que incontinenti se reflejó en la cara del mozo que me miraba con una actitud patronizante, pero bien merecida.
- ¡De ahí viene su pescado, caballero! - contestó el mozo seriamente, con voz rápida, firme y sin titubear pero con un sonsonete más falso que las reuniones del Senado, apuntando con su dedo índice -que estaba medio chueco de tanto descorchar botellas de vino blanco- hacia la caleta y sus pescadores con una espaciosa y cínica sonrisa que parecía más una mueca del Monje Loco. Seguidamente se acercó a la ventana, la abrió de par en par aparatosamente -lo que sirvió para reciclar las moscas- y le gritó autoritariamente a un chato que vestía pantalones negros, camisa blanca, y llevaba un delantal de cocinero con una humita negra en el cuello:
- ¡Oye Zapata! ¿Aónde está la anguila del caallero? -gritó manteniendo un semblante muy serio y urgido.
- ¡Aquí la tengo, p'o! -respondió Zapata blandiendo un pez desconocido en la mano izquierda, y agregó: - ¡La mato y me voy p'alla al tiro! (1).
- ¿Y está fresca? -inquirió el mozo con una mueca epigrámica a modo de sonrisa, y con una socarronería más pesada que un rosario de cocos. Seguidamente y sin esperar una respuesta de Zapata que probablemente lo estaba mirando con una cara de incredulidad virginal, el mozo cerró la ventana urgentemente y me miró de reojo con una cara tapizada de sarcasmo.
(1) Por alguna profundamente desconocida y esotérica razón quizá de raíz colonial, a los chilenos les encanta hablar a balazos. En este mismo tenor, los chilenos "suben p'arriba" y "bajan p'abajo". ??? ¿Qué cosas, no?
Yo todavía tenía la cara roja como la bandera China, y no había donde esconderse. El cajero, un viejo chico retorcido que tenía los pelos de las orejas más largos que los de las patillas y que se encontraba unos metros más a babor, me miraba con profunda pena por sobre sus grasientos anteojos sacudiendo la cabeza en señal de insondable lástima. Seguidamente el mozo se acercó a mí con la parsimonia y la impaciencia con que las hienas se acercan a la carroña, y mirándome afablemente solo se remitió a ofrecerme otro pisco sour con una sonrisa de culebra, lo que acepté sin chistar aunque ya estaba medio cufifo(2) con el primero.
(2) Coloquialismo paralingüístico chileno para referirse sueltamente a una persona en los estados de: curado, mamado, ebrio, embriagado, bebido, beodo, alcoholizado, achispado, amonado, ajumado, ahumado, calamocano, dipsómano, alumbrado, curda, mona, colgado, pedo, encubado, borracho, melopeado, o vulgarmente; intoxicado etílicamente.
Unos minutos más tarde -los que pasaron sin mucha demora- el mozo del ojo magnético surgió repentina y ágilmente por la doble puerta revolvedora de la cocina con una bandeja llevando un platazo de caldillo de congrio cuyo hechizante aroma hacía que las narices circundantes pidieran clemencia; y depositó el plato en frente mío cortésmente.
- ¡Mire señor, el pescado todavía se mueve! ¿Algo más? -dijo con una sarcástica picardía más arcaica que los églogas escritos de Edmund Spenser en su libro "The Shepheardes Calender".
- No, muchas gracias - convine con una avergonzada pero honesta sonrisa, y me puse a comer más callado que la H mayúscula.
Mientras almorzaba, observaba a través de los amplios ventanales del restaurante la parsimonia con que los pescadores se desplazaban en la caleta obrando sus quehaceres. Entre la caterva había un pescador que se distinguía por sobre los otros porque hablaba con todos y se reía alegremente mientras alternaba su tiempo en esto, y sus tareas. Curioso, decidí entonces bajar a la playa y hablar con él después de haber terminado mi reconstituyente festín alimenticio, para ver si podía arrendar su bote. Después de pagarle la cuenta al cajero que todavía meneaba la cabeza en incredulidad, y después de dejarle una apropiada propina al mozo del ojo magnético para que no me echara "mal de ojo", bajé ágilmente pero sin apuro las gastadas escalas del restaurante hacia la playa, y el fresco, húmedo y apremiante aire salino de la caleta me golpeó la cara con desdén y con un apuro fingido, pero con esa incipiente e irresistible fragancia marisquera hipnótica que irremediablemente e inequívocamente me recuerda a la Juana.
Me acerqué casualmente al bote y descubrí que en la cala yacían varias merluzas de buen tamaño, tan plateadas como la luna nueva de Abril, pero tan difuntas como los sueños de bonanza de los pobres pescadores. Junto a las merluzas, había otros varios pescados de menos alcurnia que aún reclamaban furibundos la inesperada interrupción de sus pizcas vidas con enérgicos saltos, y con unos resbalosos corcoveos que no conducían a nada, tan infecundos como las orondas súplicas y ruegos de los rezos de los desamparados. Todos los pescados tenían la boca abierta tal como yo la tenía cada vez que mi abuelito Víctor me narraba con tanto amor uno de sus innumerables y originales Relatos Fabulosos, pero no se les caía la baba como a mí.
- Buenos días señor, ¿me podría decir cómo se llama usted? -inquirí tratando de poner cara de inteligente.
- Pedro, igual que mi patrono - contestó el pescador con una sonrisa amplia como el mar apuntando con un dedo hacia la gastada estatua de San Pedro que permanecía estático e impávido, sin importar cuánto le miraran; probablemente maldiciendo a las gaviotas del Senado que lo cagaban impunemente.
- Disculpe usted que yo sea tan curioso pero esto me ha llamado la atención, ¿por qué su bote se llama "La Esperanza"? -pregunté pretendiendo estar muy intrigado.
- Se llama así porque siempre espero encontrar pescado y volver sano y salvo a puerto -manifestó con orgullo el pescador ofreciendo una amplia sonrisa incrustada de escasos, pero necesarios dientes. Humm… pensé para mí, por el olor, debería llamarse Juana…
Le elogié a Pedro la captura ictiológica como pude, esgrimiendo mi escasísimo conocimiento de los frutos del mar y haciendo gala de mi abismante ignorancia pesquera, pero lo hice lo más sinceramente que pude, tratando de incluír la calidad y el buen tamaño de los pescados que había logrado capturar, y seguidamente le pregunté:
- Dígame don Pedro, ¿le interesaría arrendar su bote?
- …corto silencio…
- Güeeeno, p'os -dijo el pescador pensando mientras que se rascaba la pera con una mano llena de escamas- ¿p'a dar una güelta por el Molo?
- No, -dije ansiosamente y levantando las cejas en señal de una inteligencia que no era detectada- ¡es para la carrera de Mechones!
- Aaaah, p'o, ¿de la universidá?
- Sí.
- ¿Y de qué universidá?
- De la Santa María -dije orgulloso y tratando de espantar los recuerdos de la Juana los que me alborotaban inquietos asaltándome impunemente con sus surtidos aromas de peje.
- Aaaah, la de los "cabros" sesudos, ¿no?
- ¡Claro! -dije con una amplia sonrisa orgullosa pero circunspecta.
- Güeeeno, p'os, ¿Y p'a cuándo lo quiere?
- Para el próximo Lunes en la mañana como a eso de las nueve…
- Güeeeno, p'os, pero sólo un par de horitas no m'a -agregó seguidamente con un sonsonete digno de "El Temucano" - polque tengo que traajal.
- ¿Y cuánto va a costar? -pregunté tímidamente para no subir el precio.
- Güeeeno, por un par de horas… déjeme ver… -Pedro puso cara de calculadora, fijó su vista en el éter, hizo como que calculaba algo con sus dedos tocando sus curtidos labios a modo de ábaco, y después de unos pensativos segundos de trance mental financiero, finalmente respondió solícito- ¡Quinientos escudos, nomás!
- Esta bién -suspiré con alivio porque creía que me costaría unos dos mil escudos.
- ¿Y quién va a remar?
- Me imagino que nosotros…
- ¿Saben remar?
- Creo que sí -dije sin convencimiento y con un tono de voz con un dejo de pánico.
- Más mejol que vaya yo también -dijo Pedro mirándome desconfiadamente. Quizá Pedro pensaba que yo podría ser "sesudo", pero con una sola mirada que me dió, figuró que nos tomaría tres semanas llegar a la Caleta Portales, lo que a él le tomaría un poco menos de media hora.
- Güeno patrón, ¿Y cuántos son?
A este punto me dí cuenta de que las negociaciones me garantizarían una náutica embarcación, así que me apresuré en cerrar el convenio, porque como sabiamente dice el dicho: "Más vale pájaro en la mano, que mearse en los zapatos".
- Somos cuatro -dije apresuradamente- dos compañeros más y yo, disfrazados de piratas; ¡y la Reina Mechona! -agregué con enorme satisfacción y orgullo.
- Güeeeno, p'os. Venga el Lunes como a las nueve con sus piratas, y yo lo voy a estar esperando. Me paga cuando venga pero con "lucas" y no con doblones ¿ah? -dijo riéndose.
- ¡Gracias! -le dije contento, y acto seguido giré sobre mis talones y emprendí la marcha en dirección al paradero "El Membrillo" que descansaba en la Avenida Altamirano, a tomar la "Terror del Pacífico"(3) para volver hacia Viña del Mar.
(3) Los "Buses El Sol del Pacífico Sur, Limitada", era (o es) un servicio de microbuses de pasajeros que servía ampliamente a la V Región y a Valparaíso. Hubo un período en que los buses de esta empresa estuvieron sujetos a una enorme cantidad de accidentes, choques, volcamientos, y fatídicos episodios de alta velocidad. Los pasajeros estaban aterrorizados de subirse a estos ataúdes con ruedas, pero no les quedaba otra opción. Este entorno le granjeó gratuita, pero merecidamente a este servicio el dilapidario mote de "El Terror del Pacífico".
Tenía dos insanas pero poderosas razones para encaramarme tan desprendidamente a una de aquellas "Terror del Pacífico": la primera es porque tengo una inclinación insana y abrumadora por la aventura y su sempiterno Orcus Comitatus; y segundo, porque en ese tiempo no estaba el siempre confiable y protector ambiental servicio de "troles" a lo largo de la húmeda y oceánica Avenida Altamirano.
Regresé con mucho entusiasmo a la Santa María a comunicarles a mis universitarios compinches de equipo de que la embarcación, los argonautas y el pilotaje marítimo estaban asegurados para la carrera del Lunes. Esa mañana me volví a integrar de lleno a las festivaleras actividades "Mechonas"(4) entre los gritos de pánico de los "Mechones", y los gritos de retribución y desquite de sus surtidos verdugos.
(4) Las famosas "Fiestas Mechonas Universitarias" son actividades recreacionales, fiestas, competencias, tocatas, paseos, competencias y otras varias y surtidas celebraciones festivas organizadas en honor y para recibir a los nuevos alumnos. Es la oportunidad tambien para torturarlos impunemente, para "descartucharlos", y para aprovechar la libre oportunidad de vengarse de las atrocidades de las que fueron objeto los estudiantes del año anterior, cuando uno fué un inocente "Mechón".
Esa noche después de las inmisericordes actividades de ese día, nuestro grupo decidió reunirse para planear los últimos importantes detalles de la carrera de la siguiente mañana, ya que el honor de acarrear a la Reina Mechona no ocurría sino una sola vez en la vida; así que nos fuimos al icónico y sexagenario "Café Samoiedo" (ahora fenecido) ubicado en la calle Valparaíso a tomarnos un jugo de frutillas y a comernos uno de los famosos y orgásmicos Churrasco-palta que eran sin duda alguna los héroes de este cenáculo público. Allí nos confabulamos y ultimamos hasta el último detalle de la carrera hasta bien entrada la noche.
En su larga época de gloria, el Café Samoiedo fué el epicentro social de la colectividad "Pije" de Valparaíso y de Viña del Mar por más de sesenta gloriosos y elegantes años, en donde se dieron cita con el destino todos los caracteres más empingorotados y famosos de la ilustre sociedad Porteña. Como todo en Chile, el Samoiedo desaparece entonces a manos de la altamente voluble y corrosiva moda camaleónica chilena que todo lo contamina, lo transforma y lo desarraiga en favor de vacías culturas invasoras provenientes de cualquier lado. El Samoiedo se hundió silente y solitario en la historia arrastrando consigo los últimos vestigios de alcurnia y rasgos culturales que le restaban a la ciudad de Viña del Mar, pero sin merma a su gloriosa y persistente existencia, y desapareció sin suspiros tal como lo hacen las voces de la verdad en los orejas de los políticos. En esa simple noche, la implacable historia (con nuestra ayuda) conectó para siempre el más aristocrático y refinado lugar del planeta, con en el más humilde, proletario y modoso distrito del litoral del Pacífico Sur; ambos lugares mojados por el mismo mar que tranquilo les bañaba.
La Carrera
¡Esta gueá hay que explicarla bién para que no haya confusión! Es muy importante recalcar que esta historia fué escrita con las mosqueteras plumas de los más osados y aventureros paladines que existieron en la vida universitaria chilena, y que los errores inconsciente e inocentemente cometidos son un legado que vivirá para siempre tatuado en las jóvenes memorias de sus perpetradores, especialmente en las inocentes memorias de nuestra hermosa y pudorosa Reina Mechona; deslices que fueron simplemente provocados e inducidos por las ciegas fuerzas y los rábidos celos pasionarios de los numerosos dioses que tanto nos envidiaban.
Para comenzar, debo decir que el Lunes a eso de las ocho y cuarenta y cinco de la mañana, un flamante y futurístico Ford "Impala" 1959 descapotado de un color parecido al "putativus cotiledonis cannabis" (medio verdejo) el que transportaba a tan bella Reina Mechona seguida de innumerables escoltas, admiradores y curiosos, entregó su preciosa carga a los Piratas que la llevarían en bote a la caleta Portales; unas cuantas remadas a estribor de la Caleta "El Membrillo".
La reina lucía magnificente y bella. El día parecía más asoleado que de costumbre con su radiante presencia, y las ventanas del restaurante "El Membrillo" se favorecían gratuitamente con los extraordinarios fulgidos de luz que la perfecta sonrisa de la Reina Mechona emitía sin ningún egoísmo y tan dadivosamente. Los espectadores la miraban con la boca abierta, y uno que otro dispensó inconscientemente un poco de baba escapista.
Ella era hermosa sin duda, y su semblante esclarecía cualquier y la más mínima duda de por qué había sido elegida para tan magnánimo puesto. Tenía sus verdes ojos como el jade virgen adornados generosamente con todos los letales artificios y pinturas de guerra femeninos, su pelo adornado con múltiples rayos dorados solares, y su carita de diosa desplegaba una sonrisa celestial la que coronaba con una compacta hilera de preciosos dientes blancos. Era la visión del paraíso femenino personificado. No describiré su vestimenta en detalle aquí porque para ello necesitaría otro capítulo cometo a esto; pero bastará decir que su alegórico ropaje era digno de la Reina de Saba.
Y los piratas éramos nosotros. ¡Sí señor!, ¡nosotros éramos los afortunados piratas que transportarían este botín de belleza y estatura por sobre las indómitas aguas del mar océano! La Reina lucía estupenda, y nosotros los afortunados piratas, no desmerecíamos en nada. Estaban conmigo mis compañeros el "Manguera" y el "Engañabaldosas". El "Manguera" le debía su bomberil apodo a que era súper flaco y alto; y como yo, era un temerario bombero de la 4a Compañía de Bomberos de Viña del Mar; y el pobre "Engañabaldosas" le debía su mote a que era medio cojo, y cuando caminaba e iba a pisar el suelo con su pié derecho, éste hacia una rápida pero precisa maniobra en el aire -giraba lumínicamente a la izquierda, después a la derecha, y luego se enroscaba para arriba para volver a girar a la izquierda y hacia abajo en un yoctosegundo- y terminaba posándose en el suelo como a veinte centímetros (o a una baldosa de distancia) de donde se suponía que pisara. Entonces al caminar, el "Engañabaldosas" tenía el vaivén de una cumbia con hernia. Si usted no sabe lo que es un yoctosegundo; no sea flojo y averígüelo en el libro que tiene más citas que Giacomo Girolamo Casanova de Seingalt: el diccionario.
Bueno, el "Manguera" parecía más un bucanero con su sombrerote de ancha visera frontal, y su faja roja a la cintura en la que colgaba su mosquete hecho de madera y de los cilíndricos pedazos de un tarro de Nescafé. Se había pintado una barba negra y unos bigotes gruesos con un "plumón" negro, lo que le costó sacárselo de la cara como tres semanas. Su estatura le daba un aire de Barba Negra.
El "Engañabaldosas" era pelirrojo así que se disfrazó apropiadamente de Barbarossa con una chaqueta roja larguísima al estilo del año 1700 con botones dorados y solapa ancha y gruesa. Le adornaba su roja y desordenada cabellera un gorrito de lana negro con una calavera dibujada en la frente que se parecía más a una foca tuerta que a una calavera, y colgada al cinto, una espada larga de cartón forrada en papel de aluminio que era más fláccida que un tallarín recién cocinado (por decir algo decente).
Y yo que quería impresionar a la Reina Mechona y a todo Valparaíso, me disfracé del Filibustero galés, mejor conocido como el Pirata Morgan. ¡Hubiesen visto lo que me costó conseguir las partes del disfraz! Fué más difícil que envolver un triciclo, pero pude recolectar las piezas más importantes entre las cuales se encontraban una impecable camisa blanca de mosquetero con unas amplias y románticas mangas que se aguzaban en las muñecas, un pantalón de lino negro más apretado que tuerca de submarino; un anchísimo cinturón de cuero de vaca muerta de color café para colgar mi legítimo alfanje que heredé del Museo de Cera, y un perspicaz estilete que me prestó mi tío Aquiles; un magnífico sombrero alado con unas grandes y suntuosas plumas; y unas botas de piel negras hasta medio muslo, que después de su doblez estándar, quedaban a la altura de las rodillas. Para rematar, llevaba un esplendoroso parche negro en el ojo izquierdo que me daba un aire de terror y aventura. Las botas me quedaban un poco grandes y crujían al caminar, pero el conjunto lucía asombroso. Lo único que faltaba era la música de fondo para parecer el mismísimo Pirata Morgan.
Como parte de las decoraciones del bote, llevábamos un pequeño bocoy lleno de ron para agasajar al botero y para celebrar durante la travesía marítima. El ron, que debo decir era de gran calidad, fué una generosa gentileza del Restaurante "El Membrillo". Si hubiese sabido lo que iba a pasar, quizá hubiese sido astuto y más apropiado el haber llevado un buen botellón del afamado tequila C.O. Jones.
La caleta entera estaba de fiesta, nuestro bote estaba preparado, los piratas ansiosos y la carrera a punto de comenzar, así que subimos a la Reina al bote, la sentamos cómodamente en la silla que habíamos ubicado para ella, y esperamos el pitazo de partida. Mientras hacíamos esto, miré ansioso y escrupulosamente a los botes de la competencia. Comparados con el nuestro, no parecían mucho; los "piratas" de las otras embarcaciones se parecían más a un saltimbanqui o a un pirata de acequia que a un verdadero pirata como nosotros. Y Pedro, nuestro osado piloto, con su gran espíritu deportivo, llevaba envuelta la cabeza en un pañuelo rojo con lunares negros que lo hacía lucir como un verdadero pirata caribeño feroz.
¡Prepararse! ¡Alistarse! ¡Listos! ¡YA! -tronó la poderosa voz del guatón de la Municipalidad proyectando su mandato con un altavoz de lata barata pero sonora. Y todos los botes con sus piratas y la Reina, se hicieron heroicamente a la mar en medio de una algarabía con voces discordantes, gritos de alegría, música surtida, correrías sin meta y los sonoros lemas gritados a todo pulmón por los integrantes de las barras que cada equipo había traído para que les alentasen; y en medio de toda esta galimatía, la brisa de la Caleta "El Membrillo" barría gentilmente el perenne aroma a Juana hacia el mar. Hasta aquí seguimos bien con el cuento.
La pequeña armada de botes parecía una flotilla de invasión que se había lanzado a navegar en busca de la Caleta Portales. Cada engalanada embarcación retumbaba en el aire con los aullidos de sus tripulantes alentando a sus remeros y profiriendo alaridos y augurios de victoria. Nosotros ya estábamos en la avanzada, así que desde mi improvisada cofa de vigía podía distinguir a casi todos los botes detrás nuestro, con el magnífico fondo de la engalanada Caleta "El Membrillo" que nos despedía cariñosa a lo lejos. En esos momentos traté de imaginarme cómo se habría sentido el Almirante del Mar Océano Don Cristóbal Colom (no Colón como erradamente se ha escrito y enseñado por las coimeadas plumas de los cartógrafos de la historia) cuando abandonó el Castellano puerto de Palos de la Frontera con sus tres osadas mancebas en la soleada tarde del 3 de Agosto de 1492 en busca de triplicar el tamaño de ese bilateral planeta, y convertirlo en un mundo tridimensional.
Al pasar de los minutos y mientras nos adentrábamos al compás del poderoso y constante impulso de los remos en esos densos parajes que solo habíamos visto desde la avenida costanera guarnecida con sus negras y frías rocas (¿probablemente provenientes de la Edad de Piedra?), las voces y la bulla iban disminuyendo aceleradamente como por encanto. El pesado silencio del Mar de Chile se fué tragando los sonidos sin discriminación mientras nosotros nos tragábamos el ron con la misma velocidad, al mismo tiempo que el nervioso vaivén de las olas se apoderaba próvidamente de las fértiles imaginaciones de los piratas y su incauta e inocente Reina. Aquí es donde la cosa se comienza a poner un poco peliaguda.
Los minutos pasaban lentos e imposibles como el razonar de los políticos que mean contra el viento; la distancia parecía infinita como los desiertos morales de los abogados deshonestos; y la velocidad de la expedición era lenta, segura y morosa como las encarnadas degeneraciones de los Falsum Stulta Fetialis que se hacen llamar "sacerdotes", pero que están muy dispendiosos para aprendiz de Druída; y tierra no se vislumbraba por ninguna parte. El ron seguía corriendo generosamente.
En esos iluminados momentos pensaba ¿cuántas noches y días se habrá pasado el intrépido Sevillano semi-moro Juan Rodrigo Bermejo (Rodrigo de Triana) encaramado precariamente en la cofa del mástil de La Pinta oteando el horizonte hasta que los ojos se le secaron de lágrimas, y sin una gaviota con quién conversar? ¿Cuánta ansiedad y desasosiego habrá colmado el aventurero corazón del Almirante del Mar Océano mientras observaba angustioso cómo esa perpetua e inexplorada estepa de aguas eternas e infinitas alejaba el horizonte a medida que navegaba laborioso hacia él, y que escondía narciso afanadamente la iluminada promesa de su imaginación?
El bullicio ya casi se había desprendido del ambiente cuando súbitamente las sedas del agógico silencio fueron violadas descortésmente por un barbárico y brutal sonido. Un poco desconcertado miré sorprendido hacia el lugar desde dónde se había originado el sonido, y para mi espanto ví que el pobre "Engañabaldosas" estaba más doblado que camisa nueva "güitreando"(5) su alma por babor. ¡Qué espectáculo más desagradable!, ¿y el fondo musical?, ¡para qué decir!
(5) Ésta es una expresión 100% chilena, y equivale a decir: vomitar, regurgitar, desembuchar, basquear, arrojar, etc.; actos, aunque involuntarios; desagradables y de poco gusto social. ¡Simplemente bastaría decir que no le gustó el almuerzo!
Todo el mundo se volteó hacia el "Engañabaldosas" que a esta altura solo mostraba los corcoveos de su trasero, mientras tanto, Pedro sonreía ampliamente dejando entrar el sol y la brisa marina por entre los ausentes dientes con un silente pulular. Aquí es, como le advertí, cuando la cosa se jodió.
¡No había para dónde arrancar! El "Manguera" y yo nos miramos desconcertados. Seguidamente miramos a la Reina Mechona que se había bajado de su trono y se veía anabióticamente paliducha. Los brillantes y soberbios colores del maquillaje apenas iluminaban su ahora cadavérico talante. El pomposo peinado con que se embarcó estaba medio alicaído por la imperdonable humedad salubre del mar y había perdido al menos dos centímetros de estatura. Su esponjoso y periférico vestido blanco de mil enagües parecía ahora un desfile de sacos de panadero, cortesía del salífero y húmedo resuello del mar. Ahora me preguntaba de cómo es que la habían elegido Reina…
Casi sin demora y como si lo hubiesen ensayado muchas veces antes, la Reina Mechona y el "Manguera", arengados por las sinceras, pero poco aristocráticas arcadas del "Engañabaldosas", integraron el coro simultáneamente sobre babor. Ahora resulta que eran tres tristes traseros tragando bilis de su morral hepático. Yo no sabía qué hacer, estaba más perdido que una piragua en una piscina, y mi estómago comenzaba a estar más revuelto que dormitorio de pavo. Pedro continuaba riéndose inocentemente pero a todo vapor mientras que remaba vigorosamente, pero ahora el tono de su risa tenía un atemorizante dejo a Drácula.
Lo inevitable no se hizo esperar. A pesar de mi extensa experiencia náutica previa, yo ya estaba más mareado que gusano de tequila, y solo necesité un par de arcadas más de la barra para unirme al equipo. Ahora la resonante risa de Pedro despertó a Neptuno, que un poco airado por la interrupción, comenzó a sacudir el mar provocando una pesada marea que no hizo más que agravar nuestra precaria situación esofagial.
- Güeno cabros -se oyó de pronto la atronadora voz de Pedro haciendo un alto en su carcajeo- y con el autoritario tenor de la experiencia nos dijo:
- Miren p'o, si cuando estén "güitriando" sienten algo peludo en la garganta, aprieten bien los dientes porque es el poto! -y se largó a reír como un degenerado.
Para agravar esta difícil situación, se acabó el ron. Hay coyunturas en la vida en que la falta de algo es buena, y a veces inteligente. Veamos; el Demonio no tiene esposa -para muchos esto es bueno-; por ende, ¡Don Demo no tiene suegra! Ahora, esto sí es inteligente. ¿Se dan cuenta de lo que podría llegar a ser la suegra del Demonio? ¡Enhorabuena Mr. Demonio!
En la humillante posición en que me encontraba temporalmente, yo no podía entender de cómo es que yo que me había inscrito para estudiar Ingeniería en tan distinguida Universidad, estaba aprendiendo anatomía en tan inapropiado quirófano. Lo peor de todo, es que esto no es lo peor de todo... ¿Qué cosas, no?
Eventualmente las arcadas marinas terminaron y nos pudimos sentar otra vez en la galeota de escotilla que descansaba fuera de lugar en la generala del bote. Todos lucíamos como zombis con jaqueca, con la excepción por supuesto de Pedro, que a pesar de que había cesado de reír ya, tenía estampada en la cara una mueca alegre más grande que la labia del Wasón. La Reina no estaba nada de contenta. Por fortuna para nosotros que habíamos perdido casi un kilo cada uno y habíamos contribuído con la diversificación alimenticia para el plancton, ya se vislumbraban las siluetas de las construcciones de la Caleta Portales, y las pequeñas falúas que tapizaban su ensenada. En ese momento pensamos que por fin se acabarían nuestros infortunios. ¡Qué ilusos éramos! No teníamos la más peregrina idea de las calamidades que estaban por desatarse.
Los otros botes estaban cerca nuestro, y los gritos de todos se renovaron con nuevos bríos otra vez a la vista de la meta. Ahora estábamos en la recta final. Lo único que restaba era atracar el bote y entregar la Reina Mechona sana y salva a los escoltas del autito ese de color "putativus cotiledonis cannabis", y después había que correr desaforadamente por las calles de Valparaíso unas veinte cuadras hasta un camión que nos llevaría el resto del camino a la Santa María. El problema era que había que desembarcar primero. Bueno, ¿se acuerdan de que Neptuno no estaba muy conforme con el trato que le dimos tan displicentemente con nuestras avinagradas ofrendas esófago-alimenticias, un poco cargadas al ron? ¿Y de que se puso a revolver el mar con su malgenio? Bueno, la mar estaba "picada" y las chalupas se zarandeaban más que una pareja bailando Tango en 78 revoluciones.
Llegamos primero al molo y seguidamente nos acercamos al muelle de cemento para desembarcar. El pasajero más contento era la Reina Mechona que no hallaba el momento de desembarcarse de ese bote, que ahora llevaba un olor tan insoportable a pescado vinagre que se podía escuchar. Los tripulantes seguían tan cariblancos como Michael Jackson, y Pedro tenía atorada una sonrisa en su cara que se descolgaba de oreja a oreja con serias amenazas de carcajada. Aquí es donde se inicia el clímax de la "mala cueva"(6).
(6) Aquí hay otra expresión del silabario alfabetical chileno, y es equivale a decir mala suerte; pero "mala cueva" es la culminación en todo su esplendor de la "mala raja". La expresión mala suerte no es suficiente para contener el verdadero calibre de este tipo de mala fortuna. Ojalá que usted haya entendido esta explicación, porque si nó, ¡"mala cueva" no más, p'o!
La experiencia y el conocimiento náutico de Pedro fué casi inservible en el episodio que sigue por más que trató éste de que las cosas salieran bien, pero la falta de conocimiento y la absoluta carencia de destreza de los piratas que le acompañaban se hizo patente en esa nefasta mañana de Marzo.
También llegamos primero al desembarcadero, el problema era que con la jodienda de Don Neptuno, las olas se hundían como tres o cuatro metros bajo el nivel del malecón y enseguida y sin concierto subían rápidamente hasta pasarse unos treinta centímetros del nivel de la escollera inundándolo todo mientras que los ayudantes que esperaban para socorrer a los piratas y a la Reina en el desembarco, huían urgidos por los repizcos de las olas, y también para no mojarse. La situación estaba difícil. La reina comenzó a aterrorizarse matemáticamente porque cuando nosotros contábamos 1, 2, y… …no alcanzábamos a llegar al 3 porque la marea ya se movía en distinta dirección con un bravo balanceo que nos tenía asidos firmemente al bote. Cada vez que contábamos sin poder saltar, la Reina se ponía más blanca. Pedro hacía lo mejor por acercarnos a la orilla sin que el bote se hundiera, pero sin resultados.
La presión comenzó a subir rápidamente como en una olla a presión (Marmicoc) a medida de que los otros botes llegaban a desembarcar. Ahora había competencia por doquier para apearse de los botes. El espacio marítimo se redujo grandemente y Don Neptu parecía estar divirtiéndose con nosotros. Ahora los botes estaban peligrosamente cerca los unos de los otros y comenzaron a espolearse en las bandas, agregando con esto al nerviosismo y al pánico. La Reina no se atrevía a desmayarse por miedo a caerse al agua. Los otros piratas estaban lidiando con el mismo dilema: o saltaban en el momento preciso, a la altura precisa, con la velocidad precisa y en la dirección precisa; o de lo contrario se zambullirían involuntariamente en las sucias y aceitosas aguas de ese atracadero. Además, corrían el peligro de que en el agua los atropellara uno de los botes circundantes.
Para agregarle más drama a esta odisea que ya había sobrepasado los límites de lo melodramático, el "Manguera" me grita -"¡Ya p'os Loco, vos soy el capitán! ¡Hace algo p'o!" Lo escuché claramente entre el ruido y lo miré a los ojos sin pestañear. Parecía que estaba mirando un par de antenas parabólicas abiertas al máximo de su capacidad. Lo único que se veía de la cara del "Manguera" eran sus enormes ojos abiertos. Seguidamente miré a la Reina. Ésta me miraba con unos ojos que competían con los del "Manguera" y con una mirada de autoridad súbita bordada con grandes sombras de súplica, y subrayada generosamente con horror acuático. ¿Qué más podía pedir en ese momento glorioso? Ahora resulta que yo era el capitán; pero como no había tiempo de discutir ni para llamar a voto, asumí la responsabilidad con estoicismo, y porque no me quedaba ningún otro remedio.
A grandes hombres, grandes problemas; y a grandes problemas, osadas soluciones -me dije a mí mismo tratando de auto-convencerme mientras que trataba de juntar agallas, expulsar el julepe de mi guata, e investirme de temeridad. No resultó. Yo continuaba más asustado que abadesa con tardanza.
Ahora, todos los botes habían llegado a la meta y estaban compitiendo por el escaso espacio en el rompeolas, y las embarcaciones chocaban unas con otras constantemente con una inestable violencia que no se podía ni saltar al abordaje. No sé como coños se las arregló Don Arturo Prat Chacón para hacer lo que hizo, pensé. Ahí me dí cuenta de que la valentía no llega gratis. Pero no hay prórroga para el peligro, así que le así firmemente la mano a la aterrorizada Reina tratando de consolarla con mi osada y varonil actitud, y le dije:
- M'hijita, afírmese bien de mí, y cuando le diga; ¡saltamos!
- ¿Dónde saltamos? -dijo con voz trémula y atragantada por el pavor.
- ¡Al muelle!
- ¡Cuál muelle?
- ¡El único que hay! -le dije mirándola un poco turnio y desconcertado; pero después caí en cuenta que no hay que saber para ser Reina.
- ¡Ése! -le dije apuntando con mi dedo hacia la maciza masa de cemento.
- ¡Ay dios mío! -exclamó desesperanzada, pero me apretó más la mano. Cuando me apretó la mano sentí la presión del anillo que llevaba en su linda mano, anillo al que no había podido observar con detención anteriormente, pero ahora lo hice: ¡joder!, no era un anillo, ¡era una verruga! ¿Qué cosas, no?
Esperé pacientemente por el momento preciso mientras manteníamos el desequilibrado equilibrio en el resbaladizo borde del bote. Detrás de mí oía los resoplantes bufidos de Pedro. Durante todo este tiempo me había preocupado de observar la mecánica de las olas con respecto al muelle y a los otros botes, y descubrí que cada tres olas chicas, venía una grande, y después de otra ola chica, venían dos grandes, pero demasiado grandes para desembarcar, así que había que esperar la cuarta ola después de otras tres olas chicas. Con esto en mente, había que fijarse también de que los botes de ambos lados se separasen un poco antes de la cuarta ola para evitar una colisión, porque normalmente después de las dos olas chicas que seguían a la ola grande, los botes se desplazaban con fuerza y rapidez al montar las otras dos olas grandes que seguían a las olas chicas que precedían a la ola grande. Para qué decir del griterío espantoso que había, el que no contribuía para nada con la calma y la concentración.
No importaba, nada importaba; era cada pirata por sí mismo y para sí mismo. Hacía rato que no veía al "Engañabaldosas" que según Pedro, se había caído al agua por tratar de abordar otro bote. ¡Motín! me dije a mí mismo, pero no había tiempo para ejecuciones ni había tabla para hacerlo caminar. Esto tendría que esperar. Miré por sobre mi hombro izquierdo y ví que el "Manguera" permanecía heroicamente con los nudillos blancos firmemente agarrado del remo derecho de Pedro que trataba de maniobrarlo con gran dificultad e impedimento. Pedro sudaba balas y hacía uso de toda su experiencia de piloto, mientras los músculos de sus brazos parecían tener varices con el extenuante esfuerzo. Había un gil en el bote del lado rezando el padrenuestro. Ahora le encontraba sentido a San Pedro, pero no era el momento de arrepentimientos, así que miré con determinación a la Reina que ya estaba casi transparente y le dije:
- ¡No te preocupes, todo va a salir bien!
De pronto, todo el ruido desapareció de mis oídos, las olas parecían ayudarme a contar: 1,2,3… 1… 1,2… Me concentré, solo veía el resbaladizo danzar de las olas: tres olas chicas, pausa, una ola grande, miro a los botes a babor y a estribor para asegurarme de que no nos tocaban o embestían, una, dos olas chicas otra vez, pausa; una ola grande… otra ola grande… y comenzaba de nuevo. Sentí que la Reina temblaba. O era de emoción, o era de frío; pero temblaba.
- ¡Ay! -dijo la Reina. La miré. No pasaba nada. Me hizo perder la cuenta.
Acá venía la segunda patita. Tres olas chicas, pausa, una ola grande, miro velozmente a los botes a babor y a estribor para asegurarme de que no nos tocaban o embestían, una, dos olas chicas otra vez, pausa; una ola grande… otra ola grande… algo pasó, la ola chica no apareció… en cambio vino un chapuzón de agua helada acompañada de unos gritos de piedad del bote del lado.
- ¡Ay! -exclamó la Reina otra vez, pero no le dí bola. Quizá ella quería llorar, pero no emitió el mínimo vagitus.
La endemoniada marea seguía… tres olas chicas, pausa, una ola grande, miro febrilmente a los botes de babor y estribor otra vez, se mantenían a distancia, 1,2,3… 1… 1,2… aquí venía otra vez la primera ola grande y éste era el momento exacto y crítico que esperaba para saltar.
- ¡Ahora! -exclamé sin titubeos, y salté enérgicamente como una pantera histérica y asustada en pos del borde del muelle… Esas fueron mis últimas palabras que por alguna razón hicieron eco en las palabras de Julio César que pronunció en una lengua que dominaba a la perfección, el Griego: "καὶ σύ, τέκνον"; transliterado como "Kai su, teknon?" (¿Tú también, hijo?).
- ¿Ah? -dijo la Reina… … …!!!
- ¡Ah! - ¿dijo la Reina? ¡No me joda!
Yo ya estaba en el aire y completamente comprometido en el salto. Cuando escuché esa palabrita, un escalofrío espeluznante me mordió la nuca en ese segundo fatal, sentí que se me arrugaba todo, y antes de que mi pié derecho pudiese posarse prestamente en el frío concreto del muelle, sentí en la mano el rudo tirón que me dió la Reina que decidió quedarse atornillada al bote. La caída de ambos fué larga, sin elegancia y poco romántica porque ya estábamos en la rezaga de la ola número siete que era poderosa y larga (además de sucia), y que chupaba toda el agua que estaba cerca del muelle. Mientras caíamos al agua creí escuchar un angustiado y profundo suspiro de la Reina, pero ahora sé que fué un peo.
¡No sé si fué cataplúm, o cataplach, o catagüoch, o catanoséquécresta! pero caímos al agua como dos sacos llenos de Solanum Tuberosums sin salero ni apropiada delicadeza. Literalmente pasamos de Reina y Pirata, a dos simples gatos mojados en desagüe ajeno.
Escuchaba claramente desde el agua las carcajadas de Pedro y de Neptuno, pero ahora estaba preocupado de no ser arrollado por los botes y de salvar a la Reina. Era el caos, el castigo de los dioses, el laberinto del destino, la eventualidad del sino, la predestinación de la fortuna, el fatalismo en píldoras, y el gráfico epíteto de la "mala raja". Cuando emergí del agua, había perdido el parche negro del ojo, las alas de mi sombrero colgaban como escrotos sin destino, las magníficas plumas de mi sombrero las que en un momento lo adornaron varonilmente, estaban perdidas en acción, y sentía que las botas llenas de agua me jalaban a los dominios de la Ninfa marina Eurinome, pero logré vislumbrar a la Reina por entre las largas mechas mojadas que cubrían mi rostro y las olas que se entretenían en zarandearla. Me puse a nadar hacia ella con el apuro de Johnny Weismüller.
Entre la mojada confusión ví que Pedro y el "Manguera" se abalanzaban sobre la borda para venir en nuestro socorro. Pedro, el botero heroico, se zambulló en las gélidas aguas con la habilidad y prestancia de Flipper y con la agilidad de Nimo (antes de que lo encontraran, eso es); y se puso a nadar velozmente en pos de la Reina. Curiosamente noté que llevaba un traje de baño… Ví que el "Manguera" mientras se movilizaba presto a lanzarse al agua; en su apuro se tropezó con uno de los remos que Pedro había inteligentemente puesto dentro del bote para no perderlos, y al caer se golpeó la cabeza con la borda del bote, y quedó aturdido instantáneamente con el ojo derecho abierto y mirando al cielo mientras que un solitario moco aprovechando la confusión, se le descolgaba furtivamente de la fosa nasal derecha.
Pedro y yo llegamos hasta la Reina casi al mismo tiempo y apuradamente la alzamos de los brazos para que sacase su cabeza del agua. Cuando le tomé el brazo a la Reina me pareció que estaba bastante fláccido y blando. Después me dí cuenta de que no era el brazo. Con el rabillo del ojo vislumbré al traidor del "Engañabaldosas" que estaba siendo izado dentro de un bote de la competencia, y entre empujones, pataleadas, tragos de agua salada, respiraciones entrecortadas y resoplando como toros; Pedro y yo logramos llegar al borde del muelle con la desesperada Reina aferrada como lapa a nuestros brazos.
Oportunamente, llegaron a nuestro rescate los valientes y atentos observadores que estaban en el muelle a la mira de esta colosal desgracia. Después de un par de malogrados intentos y unos fallidos jalones, lograron rescatarnos de las volubles aguas del Pacífico y subirnos al muelle. El público estalló en una andanada de aplausos y voceríos de victoria. Miré a Pedro. Seguía sonriendo calmadamente como si nada. Por alguna razón sin dejos siniestros, Pedro me recordaba a ese famoso toxofilita de la floresta de Sherwood.
Dejé de escuchar las insolentes carcajadas de Don Neptu; la manga izquierda de mi flamante camisa había desaparecido, y mis botas estaban llenas de agua, tuve que estornudar violentamente para desalojar a una intrusa pandilla de fitoplancton que se me había encaramado por los pelos de la nariz y pretendían establecerse en el seno Ethmoideo derecho, y la Reina… ¡Ah!, nunca supe dónde quedó el bocoy…
Tengo que explicar aquí por separado el estado anímico, físico y emocional de la Reina Mechona para poder darle cierta justicia al épico episodio que ella acababa de agregarle a su joven y desprevenida vida. Para comenzar, ella estaba en un trance fisio-somático y comatoso deplorable que no la dejaba enhebrar palabras coherentes, respiraba con dificultad, tosía convulsivamente como un perro trapicado, y miraba al suelo como si hubiese encontrado un billete de cincuenta "lucas". Ya no llevaba su hermosa corona, y su pelo se había desteñido y le colgaba pesado sobre los hombros cubriéndole la mitad de la cara. El vestido parecía una conferencia de estropajos ilegales apretados que denunciaban una pancita que hasta ahora, había pasado desapercibida entre los velos del vestido. Las pechugas también se le habían desaparecido. Aparentemente cuando cayó tan violentamente al agua, lo hizo de pecho, y las tetingas se le reventaron. Evidentemente acuatizó encima de una familia de erizos.
Esto no era lo peor. ¡No señor! Para entender la naturaleza, el raciocinio y la psicología femeninos, hay que tener muy clarísimo cuál es el orden y la importancia de ciertos factores vitales en la constitución mecánica de la dinámica emocional de la mujer, y sus consecuencias de orden magnético, óptico y acústico, todos de enfoque social. El orden es como sigue.
Primero, los zapatos son de vital importancia estratégica social y personal. Un par de zapatos del color perfecto y de un diseño inigualable, son más que vitales. Nuestra Reina los había perdido en el naufragio. Segundo y aún más importante; el peinado. El peinado femenino es la gloriosa carta de presentación y el rompe-filas masculino. Es un estatus en sí mismo y en comparación con otras mujeres, y el aspecto leonino que ofrece, le dá a la portadora un lugar preponderante en los vastos espacios de su tan competitiva sociedad. Tercero, y quizá el más importante y trascendental de todos, es el maquillaje. El maquillaje es un carnaval de colores, es la pintura de guerra, es el mejor camuflaje que ha existido. No importa cuán fea sea usted, el maquillaje hace milagros y la deja de "partirla con la uña" con la simple aplicación de un poco de variadas y querubinescas pinturas estratégicamente situadas y salpicadas alrededor de la cara.
Hay también maquillaje en polvo, y los hombres siempre quieren echarles un polvo a las mujeres, pero éstas se resisten, aún sabiendo que es por su propio bien. Una mujer bien maquillada es más peligrosa que una piraña en un bidet.
Bueno, nuestra Reina Mechona se había embarcado con una perfecta carita de ángel, postiza o nó, era de ángel. Su maquillaje era más que perfecto y capturaba una hermosura celestial que quitaba el aliento y alborotaba el duodeno. Si no me hubiese fijado en esto antes de embarcarnos, en este momento no hubiese podido reconocer a la Reina aunque mi vida dependiese de ello. ¡La Reina lucía espantosa después del remoje! Después de salir del agua tenía un ojo negro lacrimoso súper alargado que le llegaba hasta el cuello, el otro ojo parece que le habían dado una bofetada y estaba desparramado hasta la frente. El "rouge" de los labios lo tenía desparramado en completo desgobierno por toda la cara hasta el hombro izquierdo sin discriminación; las cejas se le habían desaparecido misteriosamente; y el lado derecho de la pátina de menjunjes femeninos bélicos que le sujetaban la cara, se había desprendido dejando en evidencia unos negros y horribles bigotes retorcidos que no le quedaban nada de bien, ¡a no ser que fuese una suegra, por supuesto! La pobre mujer parecía una acuarela esquizofrénica con un tic nervioso, o tal vez emulaba el retrato de una sirena atropellada por un cardumen de barracudas borrachas sin frenos.
¡Para qué hablar del lenguaje de esta dama! Pasó en un lumínico yoctosegundo del calmado y civilizado tono diplomático, a la intempestiva y hereje germanía de impuras sabandijas infernales blandiendo lenguas altamente virulentas. No puedo repetir estas demoníacas palabras en este escrito porque hay inocentes lectores de menos de 90 años. En ese momento todavía le estaba sujetando el brazo - yo seguía pensando que era el brazo-, pero con gran desdén y hostil desafecto me empujó violentamente a un lado, y se encaminó hacia los compinches que la escoltaron al aparatito ése de color "putativus cotiledonis cannabis" mientras que me daban áspides miradas sin misericordia. Aparte de esto, la Reina estaba súper bien y quizá lo más apropiado en ese momento para ella hubiese sido una escoba como método de transporte.
Por lo menos mi alfanje y mi estilete todavía colgaban de mi cinto mirando hacia abajo a las botas, todavía llenas de agua. Giré hidráulicamente un poco hacia la derecha tratando de achicar agua de las botas y para evitar las miradas directas del público, cuando me encontré con los inquisitivos ojos de Pedro, quién me ofreció una amplia y honesta sonrisa la que le trajo un escaso y apurado vestigio de solaz a mi humanidad en conflicto.
¡Pero esto no terminaba aquí! Como yo estaba completamente mojado y aterido de frío, un alma caritativa vino en mi auxilio con una manta seca y una taza de té bien caliente. Era una señora de mediana edad con un moño chueco que se compadeció de mí, y su Alma Mater la impulsó a protegerme en ese momento de completo desaliento. Con todo este contacto con el agua de mar, con el frío, el viento helado, la humedad, el esfuerzo y el susto, yo tenía las narices tapadas y parecía que me pescaría un virulento resfrío; así que la taza de humeante té caliente fué muy bien recibida. Tomé la taza con ambas manos para darles un poco de calor a éstas, y sorbí apresurado la primera libación. Lo hice con tanta ansiedad que me trapiqué, y por no toser y desparramar el té desde mi boca para todos lados, tosí con la boca cerrada. Éste fué uno de los errores más denigrantes que he cometido, y del que más me he arrepentido en la vida.
Como tenía la nariz completamente congestionada, con la fuerza de la toz que expelí por la nariz, dos enormes, verdes, elásticas y sólidas columnas de mocos frescos y cohesionados salieron disparadas como artillería pesada hacia afuera. La balística velocidad con que salieron los mocos fué tal, que no alcancé a quitar la taza, y las dos sendas columnas de humana secreción verde-amarillento se sumergieron completamente como submarinos gemelos por un breve instante en el hirviente té. Al darme cuenta de esto, aspiré instintivamente los chúcaros mocos de vuelta a las fosas nasales, pero fué demasiado tarde y en vano… los mocos ahora estaban recontra calientes, así que cuando se metieron de vuelta apresuradamente a la nariz, me quemaron las fosas nasales provocándome un inmenso dolor que me hizo dar un alarido y botar la taza de té al suelo por agarrarme la nariz con las dos manos. La pobre tasa se azotó con tal fuerza en el duro pavimento que se reventó en mil pedazos mientras que los sendos mocos ahora colgaban relajados, cobijados y sin intención de escaparse de entre mis fríos dedos.
Ya no me quedaba espacio en el alma para más humillación. En un momento de desesperada iluminación me pregunté: ¿habré desembarcado por error en Canossa?, pero deseché el pensamiento al vuelo, y sin titubeos ni contemplaciones de ninguna especie, me limpié apresuradamente los mocos de las manos en el pantalón negro creando un diseño un tanto suprarrealista y Pop al mismo tiempo, y emprendí una loca y veloz carrera alejándome del puerto sin siquiera despedirme, o dar las gracias; solo quería alejarme lo antes posible de ese infierno. Mientras corría hacia el camión que nos estaría esperando para llevarnos el último tramo, mis botas iban cantando: "scuich, scuach, scuich, scuach"… Durante mi desconsolado galope me dí cuenta de que yo no lucía ni un ápice mejor que la Reina, pero esas realidades no llevaban ningún peso en esos momentos. Mis botas seguían cantando: "scuich, scuach, scuich, scuach"…hasta que llegué al camión.
Mientras viajaba en el incómodo camión cavilando sobre mi suerte ese día, me consolé pensando de que no me había ido tan mal como le fué a Juan Sebastián Elcano, que después de completar su primera vuelta al mundo (algo parecido a lo que habíamos hecho hoy), sólo regresaron con vida 18 de los 265 hombres con los que partió el 10 de Agosto de 1519 desde el puerto de Sanlúcar de Barrameda, cerca del Guadalquivir, en la provincia de Cádiz; la tierra que absorbió la sangre de Antoñito El Camborio. Aunque en nuestro caso regresamos todos sanos y salvos, ninguno de nosotros dió saltos jabonados de delfín, ni se murió de perfil.
Hasta este momento y aunque no lo crean, la humillación había sido pasajera y de reducido público. La verdadera degradación, deshonra, ignominia, menoscabo y mortificación me estaban esperando en la Santa María acompañados de otro público; uno menos perdonante y más avasallador. Fué obvio para mí que las noticias corrían más rápido que yo; aunque yo poseía una ligera planta y era rapidísimo. Aparte de la afrenta y la mortificación que se enseñoreó a costa de mi persona por el resto del día, no me dejaron acercarme más a la Reina Mechona, a pesar de que yo ere el Pirata Morgan. Me quedaron solo dos opciones: o lloraba, o me reía. Recordé a Pedro por un instante, y decidí reírme.
Más tarde ese día aprendí que el "Manguera" aparte de tener un hermoso chichón de proporciones bíblicas que le engalanaba el centro de la frente, estaba bién. También supe que el "Engañabaldosas" había tratado de abordar el otro bote para recoger un chaleco salvavidas para la Reina por si se caía al agua ya que nosotros no llevábamos ninguno. Me alegró mucho saber de que el "Engañabaldosas" no era un traidor, y que se encontraba bien de salud. Según él, que me lo contó unos días después, había dado un salto correcto y matemático digno de un ingeniero, pero la pata mala en vez de pisar la borda del otro bote, en el último momento -como era costumbre para el antojadizo apéndice éste- después de la consuetudinaria mariguanza que hacía en el aire, decidió pisar veinte centímetros corto de la borda, justito encima del mar.
Recibí con gran alegría el término de aquel memorable día, así que con el pelo lleno de harina, con una docena de huevos reventados por toda la espalda, con los pantalones piratas llenos de yeso y mocos que amenazaban secarse y paralizarme, y con todo un arcoíris de gritonas pinturas sembradas por todo el cuerpo, me fuí a descansar a mi departamento que me esperaba paciente en las mansas y susurrantes playas de Reñaca. Cuando llegué a casa, me tomé un largo baño caliente que se sentía bastante mejor que las aguas del Mar de Chile, también me tomé un tecito caliente y dulce sin mocos, y me fuí a dormir pesadamente, y a soñar un sueño hermoso contigo niña mía, que me habías acompañado insistente en mis pensamientos durante todo el día...
Al día siguiente ya descansado y sintiéndome mejor del fiasco del demoníaco día anterior, me dirigí a la Caleta "El Membrillo". Cuando llegué a ese consistente refugio del tiempo, busqué a Pedro entre la multitud que pisaba y desordenaba las piedras de la playa. Allí estaba él seriamente atareado en sus faenas de espineles con un compañero, trabajando junto a la heroica "La Esperanza". Al yo acercarme me reconoció inmediatamente y me ofreció esa idílica y honesta sonrisa que ahora era la envidia de los irascibles dioses perjuros.
- Buenos días joven -dijo amablemente.
- Buenos días Don Pedro -contesté algo avergonzado.
- Éste es Simón -me dijo apuntando al compañero que le ayudaba con los espineles.
- Buenos días Simón -saludé respetuosamente.
- Buenos días patrón -respondió Simón con una sospechosa sonrisa algo sarcástica pero muy respetuosa.
- ¿Qué lo trae por aquí, don Rodrigo? -dijo Pedro
- Bueno… -dije titubeante- vine a darle las gracias por ayudarme con el asunto de la Reina ayer y…
Pedro se sonrió afablemente y me interrumpió para ahorrarme embarazosas explicaciones:
- Me alegro de que todo haya salido bien Don Rodrigo, aunque a la Reina se le haya estropeado un poco el vestido.
Ambos nos miramos y nos sonreímos cínicamente. Simón compartió ampliamente nuestras sonrisas, lo que me dejó saber que Pedro ya lo había puesto al tanto de los ominosos y homéricos acontecimientos del día anterior.
- Bueno Pedro, quería darle este dinerito extra por su gran ayuda -y alargué mi mano hacia Pedro con un rollo de unas 1.500 "lucas" disimulado en mi puño. Pedro me miró un huidizo instante y dijo:
- Se las acepto don Rodrigo, porque las necesito.
- Espero que le sirvan Pedro. Muchas gracias.
- No, gracias a usted don Rodrigo. -Miré a Simón, y éste asintió delicadamente con la cortés reverencia de su cabeza.
- Bueno, me tengo que ir -dije en un tono un poco triste- y disculpe la vergüenza que le hice pasar ayer.
- ¿Qué vergüenza don Rodrigo?
Después de una fugaz, pero calculada pausa agregó con otra enorme sonrisa:
- No te preocupís lolo, esto nos pasa todos los años, ¿cierto Simón? -dijo mirando a Simón quien seguía sonriendo, y que asintió con la cabeza.
- ¡Que le vaya bien en la universidá! -agregó seguidamente.
Hice un saludo de despedida con mi mano, y les sonreí a ambos hombres antes de partir. Simón se sonreía sinceramente sin decir nada, pero mostrando una compacta hilera de encías con dos largos dientes amarillos en el medio de éstas, a los que sus labios no podían ocultar aunque estuviese serio.
Pedro me sonrió de vuelta, y encogiéndose de hombros se despidió de mí, y seguidamente volvió otra vez a las actividades de su consuetudinaria vida pesquera, silbando la misma melodía con sabor al lamento pesquero que lo acompañaba cada mañana en "La Esperanza" mientras empujaba aquellas imperdonables aguas con sus gastados y prodigiosos remos.
Mientras me dirigía a tomar la "Terror del Pacífico", una solitaria y rauda lágrima se desprendió furtiva y sin aviso de mi ojo izquierdo. Nunca supe de dónde vino ni por qué vino, ni siquiera supe para qué vino. No me la arrancó ni el viento, ni la tristeza, ni los recuerdos de la Juana, pero esta solitaria lágrima me dejó un cálido reguero en la asoleada piel de mi mejilla, el que palpitó constantemente mientras escribía esta inconsolable historia.
Al alejarme de la caleta ya sentado en la "Terror", miré por la ventana con algo de amarga nostalgia en el pecho, y lo último que ví fué el Restaurante "El Membrillo" al que sobrevolaban numerosas gaviotas que continuaban chillando coléricas sin cesar.
The Sincipitus Porcus
El Loco
Estos son los partos monomáticos pero honestos de un Traficante de Ideas Dementes que aborta filosofías teorizantes salvajes y parciales, para que la humanidad pensante se cuestione... o no. - The Humanitarian Hell Raiser.
La Caleta "El Membrillo"
Latinas Destacadas
A veces es muy difícil el proveerles una educación de calidad y con excelencia a los 16 millones de niños que viven en la pobreza en nuestro país.
Esto demanda una dedicación única, una responsabilidad extraordinaria y un esfuerzo imponente. Esto es lo que piensa y dice la señora Wendy Kopp, la Fundadora y Directora de la institución Teach for America que se dedica a identificar líderes en educación quienes trabajan tenazmente para asegurarles una buena educación a los niños que crecen en pobreza.
La señora Kopp está a cargo de elegir a los siete mejores educadores del mundo para que integren una lista exclusiva de educadores considerados los más influyentes, quienes son reconocidos por esta institución, y por la revista Forbes. En esta lista hay una Latina: Ana Ponce, de Guanajuato, Méjico.
Por dos largas y sacrificadas décadas, Ana Ponce se ha dedicado laboriosamente y con mucho amor a mejorar la educación de niños y jóvenes latinos en su ciudad. Ella trabaja en el área de Pico-Unión, un distrito en Los Ángeles, California, cuyo nombre deriva de la intersección de Pico Boulevard, y de la avenida Unión. La señora Ponce es la Directora General de la Escuela Camino Nuevo Chárter Academy. Su extraordinaria y pionera labor educativa le ha reconocido un sitial de honor en el planeta, no solo representando a los Latinos de U.S.A., pero también un titánico esfuerzo para transfigurar positivamente la educación que reciben los niños en comunidades pobres o de escasos recursos, para situarlos efectivamente en un camino de vida más auspiciosa.
Con una humildad sin paralelo, la señora Ponce reconoce que su trabajo en educación ha sido un proceso natural para ella. Desde los cuatro años de edad ella creció en la comunidad de Pico-Unión, asistiendo a escuelas públicas del distrito. Poco después de comenzar sus estudios superiores universitarios pudo darse cuenta de que el nivel de educación que recibían los niños de esas escuelas como en la que ella estuvo, no estaba al nivel ni con la calidad de lo que se les instruía a estudiantes de otras escuelas, en particular entre los estudiantes para los que el Inglés era su lengua de adopción, o segunda lengua.
Esto la empujó a decidirse a encauzar sus esfuerzos hacia los estudiantes más necesitados de una mejor educación, y lo ha estado haciendo incansablemente desde entonces. Poco después, la señora Ponce asumió el liderazgo de la escuela Camino Nuevo Academy, y hoy en día; ella tutela y dirige otras cinco escuelas que llevan el mismo nombre, las que también comprenden una escuela secundaria y un pequeño campus preescolar, con un total de más de 26,000 estudiantes, con proyecciones a servir y beneficiar a más de 38,000 estudiantes necesitados en los años venideros. Si esta mujer tuviese una capa, ¡volaría!
Hoy, el 82% de los graduados de sus escuelas son aceptados en Universidades con programas de cuatro años. Ahora está orgullosa de poder brindarle a su hijo una educación tremendamente superior a la que ella recibió. La señora Ponce les aconseja a padres y maestros enfatizando la importancia de "no dejar que los actuales recortes económicos a la educación sean excusa para no buscar ofrecer a sus hijos y estudiantes la mejor educación posible".
Este es un claro ejemplo de cómo una sola persona puedo contribuír enormemente a la comunidad, desinteresadamente y para el beneficio de otros. ¡Enhorabuena Doña Ana Ponce!, vuestra valiosísima contribución no ha pasado desapercibida. Gracias.
Esto demanda una dedicación única, una responsabilidad extraordinaria y un esfuerzo imponente. Esto es lo que piensa y dice la señora Wendy Kopp, la Fundadora y Directora de la institución Teach for America que se dedica a identificar líderes en educación quienes trabajan tenazmente para asegurarles una buena educación a los niños que crecen en pobreza.
La señora Kopp está a cargo de elegir a los siete mejores educadores del mundo para que integren una lista exclusiva de educadores considerados los más influyentes, quienes son reconocidos por esta institución, y por la revista Forbes. En esta lista hay una Latina: Ana Ponce, de Guanajuato, Méjico.
Por dos largas y sacrificadas décadas, Ana Ponce se ha dedicado laboriosamente y con mucho amor a mejorar la educación de niños y jóvenes latinos en su ciudad. Ella trabaja en el área de Pico-Unión, un distrito en Los Ángeles, California, cuyo nombre deriva de la intersección de Pico Boulevard, y de la avenida Unión. La señora Ponce es la Directora General de la Escuela Camino Nuevo Chárter Academy. Su extraordinaria y pionera labor educativa le ha reconocido un sitial de honor en el planeta, no solo representando a los Latinos de U.S.A., pero también un titánico esfuerzo para transfigurar positivamente la educación que reciben los niños en comunidades pobres o de escasos recursos, para situarlos efectivamente en un camino de vida más auspiciosa.
Con una humildad sin paralelo, la señora Ponce reconoce que su trabajo en educación ha sido un proceso natural para ella. Desde los cuatro años de edad ella creció en la comunidad de Pico-Unión, asistiendo a escuelas públicas del distrito. Poco después de comenzar sus estudios superiores universitarios pudo darse cuenta de que el nivel de educación que recibían los niños de esas escuelas como en la que ella estuvo, no estaba al nivel ni con la calidad de lo que se les instruía a estudiantes de otras escuelas, en particular entre los estudiantes para los que el Inglés era su lengua de adopción, o segunda lengua.
Esto la empujó a decidirse a encauzar sus esfuerzos hacia los estudiantes más necesitados de una mejor educación, y lo ha estado haciendo incansablemente desde entonces. Poco después, la señora Ponce asumió el liderazgo de la escuela Camino Nuevo Academy, y hoy en día; ella tutela y dirige otras cinco escuelas que llevan el mismo nombre, las que también comprenden una escuela secundaria y un pequeño campus preescolar, con un total de más de 26,000 estudiantes, con proyecciones a servir y beneficiar a más de 38,000 estudiantes necesitados en los años venideros. Si esta mujer tuviese una capa, ¡volaría!
Hoy, el 82% de los graduados de sus escuelas son aceptados en Universidades con programas de cuatro años. Ahora está orgullosa de poder brindarle a su hijo una educación tremendamente superior a la que ella recibió. La señora Ponce les aconseja a padres y maestros enfatizando la importancia de "no dejar que los actuales recortes económicos a la educación sean excusa para no buscar ofrecer a sus hijos y estudiantes la mejor educación posible".
Este es un claro ejemplo de cómo una sola persona puedo contribuír enormemente a la comunidad, desinteresadamente y para el beneficio de otros. ¡Enhorabuena Doña Ana Ponce!, vuestra valiosísima contribución no ha pasado desapercibida. Gracias.
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La Pichanga
Con el penúltimo día de Noviembre tratando de escaparse a tumbos del calendario, ése día engalanaba un sol esplendoroso en medio de un claro y límpido cielo, un cielo en donde no se podía encontrar ni una peregrina nube para pedirle la misericordia de su sombra; y el sol; calentaba apaciblemente pero afanoso las silenciosas baldosas del patio en un tibio preámbulo de lo que estaba por desatarse. Repentinamente la campana dejó escapar su metálico alarido como poseída por negros demontres. El mineral redoble sonó como un desesperado toque de Diana que detonó fragoso y convocante, haciendo trizas el frágil y tenue silencio de la mañana. Todas las puertas de las salas de clases se abrieron al unísono con una explosión de iniciativa, y una erupción ácrata, demente e incontenible de Ercillanos se desaguó furiosa con una velocidad lumínica y con un rugir de leones en pos de los patios. En menos de quince nerviosos y afilados segundos, una aglutinada masa humana cubría cada espacio vacante del patio de las baldosas, rápida e indiferente así como las largas sombras de la noche cubren las infructuosas plegarias de los infortunados.
- ¡Patea! ¡Patea! -gritaba uno de los encendidos jugadores mientras que el otro jugador en posesión de la pelota se enredaba furiosamente y trataba de meter un gol.
- ¡Apúrate p'os gil! -se dejaba oír otra voz altisonante entre la multitud.
- ¡Dámela p'os jetón! -se oía el alarido desesperado de otro atacante mientras que una ingente horda de jugadores se abalanzaba al unísono en contra del arco enemigo.
- ¡Ataja, ataja! -vociferaba uno del bando contrario mientras que toda la defensa se abalanzaba en contra del amenazante goleador. Éstos eran como 20, y muy decididos.
- ¡Pásala, pásala! -aullaba uno de otro equipo, pero no se sabía a quién le gritaba.
- ¡Ahora, p'os! -berreaba otro por allá haciendo unos gestos sospechosos con las manos.
- ¿Vos creís que es fácil? - protestaba un guatón luchador respirando con dificultad.
- ¡Ataja, ataja! - clamaban otra vez los de la partida enemiga mientras que volvían a estrellarse en contra de una pared de tacos y canillas moreteadas, pero ahora eran como 27, o un poco más.
- ¿Cuál es la pelota, cuál es la pelota? - rugía desesperado un arquero confundido entre la muchedumbre del arco, mientras que otro arquero con cara de pánico le gritaba perdido a la muchedumbre del área chica:
- ¡Háganse a un lao, háganse a un lao que no veo, p'o!
- ¡No empujís p'o atravesao! -expresaba un arquero bajo, pero con alto desagrado.
- ¡Córrete p'os mata de arrayán florío! (1) - bramaba un indocumentado arquero empujando nerviosamente a otros dos o tres arqueros que le obstruían el paso y la vista, mientras trataba de mirar desesperadamente entre el maremágnum futbolístico estirando el cuello con una pericia abismante, a la vez que trataba de figurar cuál era la pelota de su responsabilidad.
- ¡Ya p'o flaco, patea de una vez! -acotaba acaloradamente uno de la hinchada que estaba sentado en uno de aquellos bancos en frente de la cancha y apoyados en contra de la muralla del edificio, mientras que engullía con ojos desorbitados un sabroso sánguche de pernil con queso y gritaba con la boca llena.
- ¡Cabréate de reclamar! -apuntaba con un dedo de uñas sucias otro jugador desconocido hacia el sinnúmero, exhibiendo grotescamente unas manchas verdes y algunos elásticos jirones de batracio pegados a la camisa blanca; sobras científicas del descuartizamiento de ranas efectuado en la última clase de Ciencias Naturales.
- ¡Ya p'o atontao, patea de una vez! ¿Acaso tenís los deos crespos? -chillaba uno de la galería de los catecúmenos con complejo de entrenador.
- ¡Cáchate ese flaco! ¡No tiene idea de jugar! - decía horrorizado un integrante de la barra apuntando con un sánguche de mortadela a un jugador escuálido al que la pelota lo dominada sin piedad.
- ¡Ataja p'o cojo! ¡No servís p'a n'a! -se oía también entre enredado el ruido que sacudía aquel patio de inocentes baldosas verdes. …desde la calle Santo Domingo, se oían los apagados pero irritantes bocinazos de los primitivos choferes de los automóviles que cruzaban desapercibidos en frente del colegio.
- ¡Cállate machucao! -resonó sordamente una huérfana voz perdida en el magnífico éter de ese oasis estudiantil…
(1) En Chile el Arrayán es un matorral o matojo de un árbol local cordillerano. El "Arrayán" se refiere al arbusto Myrtaceae Luma Apiculata o "Myrtle Chileno", que aparentemente cuando está en flor, se torna "medio tonto". Nuestros gloriosos Carabineros de Chile se han encargado pedagógicamente de educar a la población acerca de la existencia de esta especie de árbol también llamado ordinariamente: Luma. Supuestamente este efecto arboláceo es contagioso y retorna brevemente a las personas infectadas hacia la pubertad mental, o los afecta con una idiotez pasajera, pero no parasitaria. Esta frase la acuñó y la puso de moda la cantante Chilena Ester Soré en su tonada "Mata de Arrayán florido".
Después de un súbito pero desafortunado chute de un delantero-mediocampista-defensa-reserva-árbitro-comentarista-crítico que no encontró el fondo del arco sin fondo, el líbero puso cara de "¡por la chita!", y sin pensarlo dos veces, se rezagó a la retaguardia. Después de emitir un gutural y salvaje rugido cavernal con un ruido de palabas sospechosamente profanas pero dichas en clara señal de frustración; la estampida de jugadores atacantes reculaba ágil y velozmente haciendo corcovadas maniobras entre el gentío para irse de vuelta a sus territorios, y esperar el contraataque.
Entretanto y durante el fulminante contraataque al estilo malón Pehuenche -el que no se hizo esperar- el flamante atacante líder del tropel contrario y ahora portador de la pelota, se sentía imposibilitado de enviar el balón a encontrarse con unas redes que no existían, y estaba en una posición más complicada, incómoda y comprometida que meteorismo intestinal con caldo, y obligado por la muralla humana que le cerraba el paso y las posibilidades, hace un fulminante, un poco desaliñado, pero elegante y contorsionado viraje que semejaba a una hernia bailando rumba, y le hace un pase aunque forzoso, perfectamente preciso al compañero que estaba aparentemente en mejor posición. Éste al vuelo y antes de que la pelota tocase el suelo, le propinó un tremendo zapatazo al balón haciendo una "chilena" espectacular, pero su canilla flaca y sin pelos se encontró con seis tacos de zapato, dos puntetes, tres robustas canillas, una huesuda rodilla desconocida, y un punzante codazo en la espalda que no tenía nada que ver con el partido.
Algo crujió, y la víctima dejó escapar un sentido -¡Ayayay! ¡No sean chanchos, p'o! - que tronó en el patio de verdes baldosas, perdiéndose entre las abiertas puertas de las salas de clases que descansaban de nosotros, y finalmente haciendo un sordo y debilitado eco en las desgastadas y desteñidas ventanas de la calle Maturana; y el osado atacante cayó fulminado al suelo sujetándose a dos manos la canilla en cuestión, y registrando una mueca de dolor en su rostro que me recordaba la cara que poníamos cuando el Hermano Lucio nos pillaba tratando de pasar a escondidas y desapercibidos por su puesto de vigilancia cuando llegábamos atrasados al colegio. Sin duda alguna, había que ser capo como Mampato o Rakatán para poder meter un gol, o comprender y manejar a la perfección el efecto de paralaje estelar, aplicándoselo a los arqueros y a los esféricos balompiés; por supuesto.
Allá en lontananza y reclinado pacientemente sobre el duro y frío poste del aro de básquetbol vistiendo su siempre impecable sotana negra, miraba apacible el menudo Hermano Juan con una mano haciendo visera para sus vivaces y azules ojos, los que siempre llevaban un liviano reflejo de agua bendita, y que eran asaltados impunemente por la irreverente resolana de las baldosas amarillas. El Hermano Juan había cerrado prontamente su librería y suspendido temporalmente sus ventas de cuadernos, lápices, gomas, reglas, compases, los instructivos textos de la FTD y otros bártulos y menesteres escolares para observar inocente la multi-pandemónica pichanga de sus amados y virtuosos alumnos. Su ondulado pelo blanco como la verdad, hablaba de la paciencia y del amor que habían derramado tan abundantemente y con la generosidad que a este hombre de dios le caracterizaba, sobres esas inicuas bestias estudiantiles que hacían historia jugando unas pichangas neo-púnicas, dignas de ser relatadas por ese gran historiador Romano de etnicidad Griega: Appian de Alexandria.
Nadie se preocupó ni se detuvo a socorrer al espartano caído que ahora bufaba como un bisonte en celo y se secaba la traspiración con la manga de la camisa blanca mientras se desordenaba las acerbas cejas. Éste se levantó del suelo dando un heroico brinco, se sacudió rápidamente los pantalones, y volvió a la carga cojeando un poco pero sin reclamar. La pichanga seguía igual. Tenía que serlo, eran solo diez minutos de recreo, y nueve equipos jugando en la misma cancha. No había tiempo para contemplaciones. Nunca se sabía de cuántos jugadores había por lado, ni de cuántos goles se marcaban porque los arqueros nunca estaban seguros de qué pelota era la que tenían que atajar. Lo peor de todo era que todas las pelotas tenían el mismo color -un descolorido y enfermizo amarillo- lo que contribuía grandemente al desconcierto futbolístico. Al final era lo mismo. Siempre ganábamos el partido, sin importar en qué equipo jugásemos. Ésta es una de las magníficas magias de las pichangas del Ercilla, que siempre comenzaban frenéticas, se desarrollaban delirantes y bulliciosas, y terminaban -aunque más sudorosas- frenéticas otra vez.
El resto de la cancha estaba atiborrada de estudiantes ambulantes que osaban cruzarla atrevidamente y en mortífero desafío para tomar refugio en el boliche de las bebidas en medio de una baraúnda que apagaba el guirigay de los taca-tacas al otro lado del patio. La cancha estaba abarrotada de una tremenda cachá ilimitada de osados jugadores que corrían de un extremo al otro de las infinitas baldosas verdes sin cesar y como energúmenos detrás de la pelota, y que muchos de ellos nunca la tocaron, y yo casi siempre era uno de ésos. Pero esto no importaba porque lo importante es que estábamos todos jugando una pichanga. Había guatones, flacos, altos, chicos, negros, no tan negros, colorines, rubios, pelaos, pelucones como yo, y hasta algunos chuecos, todos jugando juntos; y teníamos todos un gran corazón Marista, con la excepción del guatón Manzano.
Hay que hacer un "aro" cortito aquí para explicar que en el patio de nuestro colegio había dos canchas: una de baldosas amarillas, y la de las verdes. La cancha amarilla, que era más chiquita, estaba dedicada al básquetbol, con su propio pandemonio de grandes pelotas saltarinas anaranjadas de orden pulgístico (2) y jugadores de otra índole. Por eso es que todos jugábamos baby-fútbol en la cancha verde. Se acabó el "aro".
(2) Término derivado de pulga, o insecto del orden Siphonaptera. Estos simples parásitos viven de la Hematofagia chupándole la sangre a los mamales, tal cual como lo hacen los cleptoparasitarios políticos con la inocente y pura sangre del pueblo.
Entre los longitudinales límites de las dos canchas, había una hilera de árboles muy bonitos -creo que eran Quebrachos (¡o terminaban así!)- y que estaban bien protegidos de la riada humana con sendas parrillas de alambre negro. Los bancos situados entre ellos estaban expuestos sin amnistía a la hecatombe. Aquí era donde se refugiaban precariamente los aterrorizados alumnos nuevos del colegio, tal como lo hice yo la primera vez que me soltaron sin piedad y a merced en esa jungla futbolística imperdonable, en esas inextinguibles baldosas verdes, las que todavía me arrancan sin permiso suspiros del alma.
La pichanga era un espectáculo Maquiavélico y Wagneriano a la vez, y no le faltaban algunos ligeros, apenas perceptibles -pero presentes- visos de El Conde de Sade. Era grandioso el observar a esta masa catervática descomunal de estudiantes desplazándose en hordas delirantes y furiosas con movimientos semi-telúricos, pero con la prestancia y la gracia de la mecánica de fluídos; en donde una masa amorfa de viriles estudiantes se estrellaba constantemente fracturándose ordenadamente en contra de otro masivo enjambre de escolares Ercillanos, en una forma perfectamente sincronizada y salvaje pero elegante y en perfecta armonía; a pesar de que para a aquel que observaba desde lejos, la pichanga parecía estar más desorganizada que velorio sin muerto, o como el alud de una manada de caballos desbocados sin jinetes. ¡Era el Arca de La Pichanga con toda clase de animales! ¡Si Noé hubiera estado vivo, habría sido el árbitro sin necesidad de tarjetas! Era sin duda, la Torre de Babel construída por mudos. (A propósito, esto habría sido la simple solución para la torrecita ésta, y probablemente la habrían terminado de construír sin discusiones. Como todos saben, errar es humano, pero para dejar una desgraciada calamidad de proporciones bíblicas; se necesita un abogado deshonesto).
De pronto, sin previo aviso y como un fugaz trueno de lo profundo, la verduga campana hecha de españoles bronces patrimoniales suena severa como el Hermano Jovino, quién en su semblante emulaba en tres dimensiones y en Technicolor la misma rigurosa inflexibilidad del Juicio Final; y ésta repiquetea inquieta seguidamente con la completa furia de Orlando, violando tímpanos y algarabía por igual. Todos se dan vuelta turulatos y miran hacia la campana con una sincronía suiza y con un dejo de desilusión y espanto en sus infantiles fisonomías. Y ahí estaba el eterno chico encargado de la campana colgado de la cuerda de ésta, mientras que la zarandeaba con un anhelo y un ensañamiento que cualquiera diría que lo haría crecer. El partido se paraliza instantáneamente y los empeños se agarrotan fríos; el ruido cesa de golpe; solo se oía el polvo cayendo de vuelta al suelo, y como lo hizo la nipona bomba de Hiroshima, el patio quedó vacío de vida y silente en un santiamén agnóstico, ordenadamente y sin reclamos. El chico de la campana nunca creció. La anónima historia cuenta que un día, un clandestino e incógnito Robin Hood se robó la campana.
Reminiscencia
En ese tiempo estaba con nosotros en el colegio el guatón Manzano. Me acuerdo del guatón Manzano porque me parecía que era tremendamente desagradable y además; feo. También me parecía que era picante. Siempre andaba molestándonos a todos con su humor negro y ácido y con sus expresiones incivilizadas de menos gusto y alcurnia que "Clery" (3) de alcantarillado. Sin duda estaba membrudamente investido con las virtudes de Pedro Navaja. Pero estas impresiones las tuve de él cuando yo era un loco chico que no sabía aún cabalmente cómo evaluar a la gente, sino nada más que con mis cándidas impresiones infantiles, pero sé que éstas no estaban erradas.
(3) El Clery es una bebida alcohólica chilena hecha con vino blanco y con trozos de duraznos en conserva, el que se la sirve a los invitados en los velorios. El Clery, según varios catedráticos e historiadores de los confines culinarios chilenos, sería originario de la internacional ciudad de Talca, pero sin importar de dónde sea que haya salido el Clery; siempre termina en un -normalmente- triste velatorio. Mi abuelita Teresa tenía su propia receta de Clery, y se llamaba "Clery Doña Teresa", al que lo preparaba con abundante aguardiente, una generosa porción de coñac, y algunas dulces chirimoyas molidas. Este Clery hay que tomárselo bien sentado porque después de tres vasos, a uno se le doblan las piernas y se empieza a parecer harto al muerto.
Además el guatón sinflón éste aparentemente era más flojo que la mandíbula de arriba y su libreta de notas parecía que era comunista recalcitrante, y su postura estudiantil como acertadamente lo insinuaba nuestro profesor de Historia, era la de Atila; el Rey de los Unos. Por eso es que quizá duró tan corto tiempo en el Ercilla. Por lo demás, en ese entonces yo no pensaba que él era material Marista. Todos los Maristas tenemos lealtad; él no la tenía. De todas formas, nosotros conseguíamos nuestra venganza contra el jodío guatón antisocial porque no lo dejábamos nunca jugar las gloriosas pichangas en el patio verde durante los recreos, y especialmente durante la hora de almuerzo.
En aquellos tiempos, ciertamente nunca me gustó esa albóndiga con patas. Sí, el guatón Manzano. Esta es una memoria retrospectiva, y la menciono ahora sin profundo rencor ni marcada acritud ningunas. Este es un recuerdo casi sin peso que no es más que una de las numerosas hojas del frondoso árbol de mi vida, y esta hoja que a pesar de haber sido pequeña y mustia, sigue siendo una eterna parte integrante del exuberante ramal de mi florida existencia. Nunca supe lo que fué del guatón Manzano, y aunque lo dudo, espero que le haya ido bien. Ahora que estoy viejo y se me han olvidado las animosidades, me acuerdo de él porque decente o nó en aquel entonces, el guatón Manzano fué también; efímera y hueramente, un "compañero" nuestro.
¡Pero volvamos a la pichanga que el tiempo es corto! La pichanga era lo último en tecnología de entretención y gimnasia. Primero y por sobre todo, era gratis. El único requisito para integrarse al juego era ser Marista y tener por lo menos una pierna. Además era un ejercicio compacto y exigente. Generoso además: todos repartíamos gotas de sudor a diestra y siniestra sin mezquindad, y ocasionalmente olor a "ala"; y si usted estaba envuelto en la pichanga y miraba el suelo, a veces parecía ser que estaba lloviendo. Como características principales, la pichanga demandaba risas, alegría, camaradería, algazaras surtidas; y ellas estaban incrustadas de sana competencia, amistad, desafío, y su mayor tesoro era que compartíamos tiempo y vida con nuestros amigos y compañeros; sin deslealtades ni envidias, sin rencores ni desconfianzas, y sin arrepentimientos ni sospechas. Éramos simplemente una banda de jovenzuelos siendo Maristas a todo vapor, y siendo amigos a toda velocidad, a to'o chancho; canillas moreteadas o no.
Antes de comenzar una pichanga no se podía gritar: "¡Falta uno p'a la pichanga!" porque aparecían siete giles instantáneamente y todos querían jugar, así que el nacimiento de las pichangas era asexual y por esporulación estudiantil; algo así como una fiesta Marista de paracaidistas. Al final eran dieciocho hordas postremamente barbáricas de inmoderados pichangeros dedicados a patear unas pelotas de plástico barato, con una energía y con una urgencia como si se fuese a acabar el mundo con el toque de la campana; y porque los recreos eran más cortos que beso de marido, había que aprovechar cada segundo de ellos.
A veces entre el fragor de la contienda futbolística se producían bajas de guerra. Cuando una de las osadas pelotas quedaba apretada mortalmente entre algunos recios y experimentados zapatos, se reventaba con una sorda explosión, y quedaba más plana que la muchacha de la "Vitacura 51A". A veces esto no era más que un pequeño inconveniente porque la pichanga seguía igual con la misma efervescencia pelota plana o nó. Otras veces cuando esto sucedía, los jugadores se cambiaban de equipo con la velocidad de un rayo apurado.
Las pelotas por cierto no eran de buena calidad. Todas estaban medias jorobadas en un lado u otro, como la politiquería chilena. Por un lado el plástico era delgado y débil como la seguridad social, y por el otro estaban gruesas y fuertes como la avaricia de los abogados deshonestos. Parecía que el que las soplaba para hacerlas tenía un solo pulmón. No se las podía patear con mucha fuerza ya que este desequilibrio en su manufacturación las convertía en virtuales boomerangs. Bastaba un chute fortachón, y la pelota se elevaba en el aire como el clamor de los oprimidos, dando furiosas vueltas en el éter como un típico discurso político, y se corría el peligro de que con estas descentradas revoluciones sin control, la pelota regresase al mismo zapato de origen, ¡y sin necesidad de viento! ¡Aaah, qué pelotas eran aquellas pelotas que teníamos en aquel distante tiempo!
Pero el tiempo se niega rotundamente a detenerse para que podamos descansar y nos empuja atropelladamente y con urgencia dentro de la vida sin preguntarnos, y muchas veces sin darnos tiempo para pensar. Pero ahora que estoy más viejo y a veces puedo obligarlo a detenerse solo por algunos instantes, tengo tiempo de añorar aquellas pichangas que me enseñaron tanto sobre la vida, tanto sobre mi niñez, y tanto sobre mis amigos y compañeros. Sí, me enseñaron mucho porque todavía las recuerdo y aún estrujo la dulce sabiduría que ellas dejaron incrustadas sabiamente en las grietas de mi vida, y en los oscuros moretones de mis flacas canillas.
Ahora que añoro tanto aquellas idílicas pichangas infantiles, no sé cómo traducir e integrar a mi pichanga de la vida aquellos memorables y futuristas ecos pichangueros: ¡Patea! ¡Patea!, ¡Apúrate p'os gil!, ¡Dámela p'os jetón!, ¡Ataja, ataja!...
La pichanga de la vida ya no la vivimos con la velocidad ni con la energía que derrochábamos tan alegremente y con tanta generosidad y abundancia en aquel patio de inofensivas y verdes baldosas infantiles… La pichanga de la vida no tiene equipo, la jugamos solos, y no tenemos ya a quién gritarle: ¡Patea! ¡Patea!, ¡Apúrate p'os gil!, ¡Dámela p'os jetón!, ¡Ataja, ataja!... …tampoco hay una campana que la detenga… …¿quizá nos haya transformado en un mata de Arrayán florido?… ¿Qué cosas, no?
Por eso es que me gustan las pichangas y me alegro de haber podido jugar tantas de ellas; en el colegio, en la plaza de tierra, en las calles de nuestro barrio, en las playas de arena y en las de estacionamiento; con vecinos y amigos, también con pasajeros desconocidos y con algunos forasteros; y no tan solitario como las juego ahora.
Pero esto no es para ponerse triste ni melancólico, sino que es un motivo de alegría y de riqueza espiritual; sí, de riqueza del espíritu, ese espíritu que aún vive y forcejea en el interior nuestras existencias tan humanas y frágiles, pero resistente, tenaz e invulnerable como nuestras buenas memorias.
Ahora juego pichangas modernas. No en una cancha porque a pesar de que ahora tengo pelos en las canillas, ya estoy un poco gastado para eso y me podrían quedar más dolores que pelo, y más moretones que recuerdos; por eso es que hoy las juego en Internet con camaradas y amigos eternos como Bering Comparini, mi contemporáneo "Consuasor Litterae", quién se encarga prudentemente y con mucho denuedo y afecto de que los delineadores y los arcos de mi cancha de pichangas retóricas estén bien puestos y ubicados en el lugar correcto, para que un impensado desliz no me consiga una tarjeta amarilla, o peor. Y si oso o intento salirme de los sensatos límites de la facundia, oigo su ecuánime "chasca" resonando fuerte, firme y seria, con un eco duro y seco pero tremendamente objetivo; en señal de franca, respetuosa e imparcial protesta. Por algo los rusos nombraron a Imakpik, ese navegable y polar canal de agua en honor a este noble hombre (ahora Estrecho de Bering).
Juego pichangas importantes con mi hermano Francisco Javier, el hombre feliz, en Skype casi todas las semanas del año, donde me informa en detalle de los torrenciales días chilenos y sus cataratas de sucesos insólitos y tan idiosincrásicamente criollos. También hablamos seguido de la familia, de los negocios, de los amigos, y de los achaques que la vida nos trae tan gratuitamente y sin envidia. Nos contamos chistes fomes y alardeamos de nuestro fraternal amor, el que alimentamos generosamente pichanga por pichanga.
Otra pichanga consuetudinaria -y también por Skype- la juego en cortos pero acelerados partidos con Patricio Seyler, conocido como el Pato Seyler por sus amigos más cercanos. Con el Pato discutimos urgidamente y sujetándonos como podemos de nuestros anteojos sobre mercadeo y publicidad externa, mercadeo interno latinoamericano, productos, imagen, experiencia, resultados, y también hablamos acerca de las profusas memorias que guardamos del Ercilla y su banda de compañeros inmortales. El Pato, a pesar de su corta estatura física, me lleva a volar raudamente por los dominios del Cóndor, más allá de esas cúspides alturas donde vuela el pájaro de más alto vuelo, y me enseña a mirar los planes y los objetivos en detalle y con una visión completa desde lo alto.
Y en la cocina de mi casa en Arlington, Virginia; cada Viernes del calendario Aldo Nally me visita por la mañana y nos sentamos en una escueta mesa y alrededor una amigable y dulce taza de café, y ocupadamente arreglamos el mundo lo mejor que podemos, pelamos impunemente a los "rascas" que conocemos, reclasificamos a otros según nos parezca; y como todos ustedes ya se habrán podido percatar en clara cuenta, es por eso que todos los Sábados en la mañana el mundo luce bastante mejor.
También juego esta pichanga moderna en los pasillos de los colegios de mis hijos cuando vamos juntos a participar en cualquier evento, la juego entre las islas de los supermercados, en los días lluviosos, y a veces también, en algunas escasas ocasiones en que a veces me siento un poco solo. Estas pichangas no me dejan dolores musculares ni moretones en las canillas, pero en cambio, me dejan un poderoso calorcillo en el corazón y un abundante agradecimiento, colosal y prodigioso, por la vida, un calorcillo igual al que me han dejado siempre las entrañables y amatorias palabras de mi tío Lucho, ese Súper Marista inmortal e indestructible.
Pero a pesar de que estas esporádicas pichangas modernas mías son más sedentarias y menos peligrosas, las continúo jugando con el mismo ímpetu, apuro y energía con que las jugaba en el Ercilla, y sinceramente las gozo un cachito más que aquellas otras, porque en estas pichangas, logro tocar la pelota y no me importa ya el color de las baldosas.
Ahora me estoy preparando para la pichanga más grande, la más importante, la más trascendental, la más emocionante y más significante de mi terrenal vida que perdurará más allá que ninguna otra pichanga que haya jugado durante mi loca existencia, y llevando todavía ese invicto número 11 sin manchas en la espalda. Les dejaré sumidos en la curiosa incertidumbre sobre esta gloriosa pichanga mía, no por joder; sino porque no la quiero identificar hasta que haya metido el primer gol.
Un abrazo fraterno a mis amados pichangeros y camaradas Maristas, ahora todos, pichangeros de la Vida.
The Sincipitus Porcus
El Loco
- ¡Patea! ¡Patea! -gritaba uno de los encendidos jugadores mientras que el otro jugador en posesión de la pelota se enredaba furiosamente y trataba de meter un gol.
- ¡Apúrate p'os gil! -se dejaba oír otra voz altisonante entre la multitud.
- ¡Dámela p'os jetón! -se oía el alarido desesperado de otro atacante mientras que una ingente horda de jugadores se abalanzaba al unísono en contra del arco enemigo.
- ¡Ataja, ataja! -vociferaba uno del bando contrario mientras que toda la defensa se abalanzaba en contra del amenazante goleador. Éstos eran como 20, y muy decididos.
- ¡Pásala, pásala! -aullaba uno de otro equipo, pero no se sabía a quién le gritaba.
- ¡Ahora, p'os! -berreaba otro por allá haciendo unos gestos sospechosos con las manos.
- ¿Vos creís que es fácil? - protestaba un guatón luchador respirando con dificultad.
- ¡Ataja, ataja! - clamaban otra vez los de la partida enemiga mientras que volvían a estrellarse en contra de una pared de tacos y canillas moreteadas, pero ahora eran como 27, o un poco más.
- ¿Cuál es la pelota, cuál es la pelota? - rugía desesperado un arquero confundido entre la muchedumbre del arco, mientras que otro arquero con cara de pánico le gritaba perdido a la muchedumbre del área chica:
- ¡Háganse a un lao, háganse a un lao que no veo, p'o!
- ¡No empujís p'o atravesao! -expresaba un arquero bajo, pero con alto desagrado.
- ¡Córrete p'os mata de arrayán florío! (1) - bramaba un indocumentado arquero empujando nerviosamente a otros dos o tres arqueros que le obstruían el paso y la vista, mientras trataba de mirar desesperadamente entre el maremágnum futbolístico estirando el cuello con una pericia abismante, a la vez que trataba de figurar cuál era la pelota de su responsabilidad.
- ¡Ya p'o flaco, patea de una vez! -acotaba acaloradamente uno de la hinchada que estaba sentado en uno de aquellos bancos en frente de la cancha y apoyados en contra de la muralla del edificio, mientras que engullía con ojos desorbitados un sabroso sánguche de pernil con queso y gritaba con la boca llena.
- ¡Cabréate de reclamar! -apuntaba con un dedo de uñas sucias otro jugador desconocido hacia el sinnúmero, exhibiendo grotescamente unas manchas verdes y algunos elásticos jirones de batracio pegados a la camisa blanca; sobras científicas del descuartizamiento de ranas efectuado en la última clase de Ciencias Naturales.
- ¡Ya p'o atontao, patea de una vez! ¿Acaso tenís los deos crespos? -chillaba uno de la galería de los catecúmenos con complejo de entrenador.
- ¡Cáchate ese flaco! ¡No tiene idea de jugar! - decía horrorizado un integrante de la barra apuntando con un sánguche de mortadela a un jugador escuálido al que la pelota lo dominada sin piedad.
- ¡Ataja p'o cojo! ¡No servís p'a n'a! -se oía también entre enredado el ruido que sacudía aquel patio de inocentes baldosas verdes. …desde la calle Santo Domingo, se oían los apagados pero irritantes bocinazos de los primitivos choferes de los automóviles que cruzaban desapercibidos en frente del colegio.
- ¡Cállate machucao! -resonó sordamente una huérfana voz perdida en el magnífico éter de ese oasis estudiantil…
(1) En Chile el Arrayán es un matorral o matojo de un árbol local cordillerano. El "Arrayán" se refiere al arbusto Myrtaceae Luma Apiculata o "Myrtle Chileno", que aparentemente cuando está en flor, se torna "medio tonto". Nuestros gloriosos Carabineros de Chile se han encargado pedagógicamente de educar a la población acerca de la existencia de esta especie de árbol también llamado ordinariamente: Luma. Supuestamente este efecto arboláceo es contagioso y retorna brevemente a las personas infectadas hacia la pubertad mental, o los afecta con una idiotez pasajera, pero no parasitaria. Esta frase la acuñó y la puso de moda la cantante Chilena Ester Soré en su tonada "Mata de Arrayán florido".
Después de un súbito pero desafortunado chute de un delantero-mediocampista-defensa-reserva-árbitro-comentarista-crítico que no encontró el fondo del arco sin fondo, el líbero puso cara de "¡por la chita!", y sin pensarlo dos veces, se rezagó a la retaguardia. Después de emitir un gutural y salvaje rugido cavernal con un ruido de palabas sospechosamente profanas pero dichas en clara señal de frustración; la estampida de jugadores atacantes reculaba ágil y velozmente haciendo corcovadas maniobras entre el gentío para irse de vuelta a sus territorios, y esperar el contraataque.
Entretanto y durante el fulminante contraataque al estilo malón Pehuenche -el que no se hizo esperar- el flamante atacante líder del tropel contrario y ahora portador de la pelota, se sentía imposibilitado de enviar el balón a encontrarse con unas redes que no existían, y estaba en una posición más complicada, incómoda y comprometida que meteorismo intestinal con caldo, y obligado por la muralla humana que le cerraba el paso y las posibilidades, hace un fulminante, un poco desaliñado, pero elegante y contorsionado viraje que semejaba a una hernia bailando rumba, y le hace un pase aunque forzoso, perfectamente preciso al compañero que estaba aparentemente en mejor posición. Éste al vuelo y antes de que la pelota tocase el suelo, le propinó un tremendo zapatazo al balón haciendo una "chilena" espectacular, pero su canilla flaca y sin pelos se encontró con seis tacos de zapato, dos puntetes, tres robustas canillas, una huesuda rodilla desconocida, y un punzante codazo en la espalda que no tenía nada que ver con el partido.
Algo crujió, y la víctima dejó escapar un sentido -¡Ayayay! ¡No sean chanchos, p'o! - que tronó en el patio de verdes baldosas, perdiéndose entre las abiertas puertas de las salas de clases que descansaban de nosotros, y finalmente haciendo un sordo y debilitado eco en las desgastadas y desteñidas ventanas de la calle Maturana; y el osado atacante cayó fulminado al suelo sujetándose a dos manos la canilla en cuestión, y registrando una mueca de dolor en su rostro que me recordaba la cara que poníamos cuando el Hermano Lucio nos pillaba tratando de pasar a escondidas y desapercibidos por su puesto de vigilancia cuando llegábamos atrasados al colegio. Sin duda alguna, había que ser capo como Mampato o Rakatán para poder meter un gol, o comprender y manejar a la perfección el efecto de paralaje estelar, aplicándoselo a los arqueros y a los esféricos balompiés; por supuesto.
Allá en lontananza y reclinado pacientemente sobre el duro y frío poste del aro de básquetbol vistiendo su siempre impecable sotana negra, miraba apacible el menudo Hermano Juan con una mano haciendo visera para sus vivaces y azules ojos, los que siempre llevaban un liviano reflejo de agua bendita, y que eran asaltados impunemente por la irreverente resolana de las baldosas amarillas. El Hermano Juan había cerrado prontamente su librería y suspendido temporalmente sus ventas de cuadernos, lápices, gomas, reglas, compases, los instructivos textos de la FTD y otros bártulos y menesteres escolares para observar inocente la multi-pandemónica pichanga de sus amados y virtuosos alumnos. Su ondulado pelo blanco como la verdad, hablaba de la paciencia y del amor que habían derramado tan abundantemente y con la generosidad que a este hombre de dios le caracterizaba, sobres esas inicuas bestias estudiantiles que hacían historia jugando unas pichangas neo-púnicas, dignas de ser relatadas por ese gran historiador Romano de etnicidad Griega: Appian de Alexandria.
Nadie se preocupó ni se detuvo a socorrer al espartano caído que ahora bufaba como un bisonte en celo y se secaba la traspiración con la manga de la camisa blanca mientras se desordenaba las acerbas cejas. Éste se levantó del suelo dando un heroico brinco, se sacudió rápidamente los pantalones, y volvió a la carga cojeando un poco pero sin reclamar. La pichanga seguía igual. Tenía que serlo, eran solo diez minutos de recreo, y nueve equipos jugando en la misma cancha. No había tiempo para contemplaciones. Nunca se sabía de cuántos jugadores había por lado, ni de cuántos goles se marcaban porque los arqueros nunca estaban seguros de qué pelota era la que tenían que atajar. Lo peor de todo era que todas las pelotas tenían el mismo color -un descolorido y enfermizo amarillo- lo que contribuía grandemente al desconcierto futbolístico. Al final era lo mismo. Siempre ganábamos el partido, sin importar en qué equipo jugásemos. Ésta es una de las magníficas magias de las pichangas del Ercilla, que siempre comenzaban frenéticas, se desarrollaban delirantes y bulliciosas, y terminaban -aunque más sudorosas- frenéticas otra vez.
El resto de la cancha estaba atiborrada de estudiantes ambulantes que osaban cruzarla atrevidamente y en mortífero desafío para tomar refugio en el boliche de las bebidas en medio de una baraúnda que apagaba el guirigay de los taca-tacas al otro lado del patio. La cancha estaba abarrotada de una tremenda cachá ilimitada de osados jugadores que corrían de un extremo al otro de las infinitas baldosas verdes sin cesar y como energúmenos detrás de la pelota, y que muchos de ellos nunca la tocaron, y yo casi siempre era uno de ésos. Pero esto no importaba porque lo importante es que estábamos todos jugando una pichanga. Había guatones, flacos, altos, chicos, negros, no tan negros, colorines, rubios, pelaos, pelucones como yo, y hasta algunos chuecos, todos jugando juntos; y teníamos todos un gran corazón Marista, con la excepción del guatón Manzano.
Hay que hacer un "aro" cortito aquí para explicar que en el patio de nuestro colegio había dos canchas: una de baldosas amarillas, y la de las verdes. La cancha amarilla, que era más chiquita, estaba dedicada al básquetbol, con su propio pandemonio de grandes pelotas saltarinas anaranjadas de orden pulgístico (2) y jugadores de otra índole. Por eso es que todos jugábamos baby-fútbol en la cancha verde. Se acabó el "aro".
(2) Término derivado de pulga, o insecto del orden Siphonaptera. Estos simples parásitos viven de la Hematofagia chupándole la sangre a los mamales, tal cual como lo hacen los cleptoparasitarios políticos con la inocente y pura sangre del pueblo.
Entre los longitudinales límites de las dos canchas, había una hilera de árboles muy bonitos -creo que eran Quebrachos (¡o terminaban así!)- y que estaban bien protegidos de la riada humana con sendas parrillas de alambre negro. Los bancos situados entre ellos estaban expuestos sin amnistía a la hecatombe. Aquí era donde se refugiaban precariamente los aterrorizados alumnos nuevos del colegio, tal como lo hice yo la primera vez que me soltaron sin piedad y a merced en esa jungla futbolística imperdonable, en esas inextinguibles baldosas verdes, las que todavía me arrancan sin permiso suspiros del alma.
La pichanga era un espectáculo Maquiavélico y Wagneriano a la vez, y no le faltaban algunos ligeros, apenas perceptibles -pero presentes- visos de El Conde de Sade. Era grandioso el observar a esta masa catervática descomunal de estudiantes desplazándose en hordas delirantes y furiosas con movimientos semi-telúricos, pero con la prestancia y la gracia de la mecánica de fluídos; en donde una masa amorfa de viriles estudiantes se estrellaba constantemente fracturándose ordenadamente en contra de otro masivo enjambre de escolares Ercillanos, en una forma perfectamente sincronizada y salvaje pero elegante y en perfecta armonía; a pesar de que para a aquel que observaba desde lejos, la pichanga parecía estar más desorganizada que velorio sin muerto, o como el alud de una manada de caballos desbocados sin jinetes. ¡Era el Arca de La Pichanga con toda clase de animales! ¡Si Noé hubiera estado vivo, habría sido el árbitro sin necesidad de tarjetas! Era sin duda, la Torre de Babel construída por mudos. (A propósito, esto habría sido la simple solución para la torrecita ésta, y probablemente la habrían terminado de construír sin discusiones. Como todos saben, errar es humano, pero para dejar una desgraciada calamidad de proporciones bíblicas; se necesita un abogado deshonesto).
De pronto, sin previo aviso y como un fugaz trueno de lo profundo, la verduga campana hecha de españoles bronces patrimoniales suena severa como el Hermano Jovino, quién en su semblante emulaba en tres dimensiones y en Technicolor la misma rigurosa inflexibilidad del Juicio Final; y ésta repiquetea inquieta seguidamente con la completa furia de Orlando, violando tímpanos y algarabía por igual. Todos se dan vuelta turulatos y miran hacia la campana con una sincronía suiza y con un dejo de desilusión y espanto en sus infantiles fisonomías. Y ahí estaba el eterno chico encargado de la campana colgado de la cuerda de ésta, mientras que la zarandeaba con un anhelo y un ensañamiento que cualquiera diría que lo haría crecer. El partido se paraliza instantáneamente y los empeños se agarrotan fríos; el ruido cesa de golpe; solo se oía el polvo cayendo de vuelta al suelo, y como lo hizo la nipona bomba de Hiroshima, el patio quedó vacío de vida y silente en un santiamén agnóstico, ordenadamente y sin reclamos. El chico de la campana nunca creció. La anónima historia cuenta que un día, un clandestino e incógnito Robin Hood se robó la campana.
Reminiscencia
En ese tiempo estaba con nosotros en el colegio el guatón Manzano. Me acuerdo del guatón Manzano porque me parecía que era tremendamente desagradable y además; feo. También me parecía que era picante. Siempre andaba molestándonos a todos con su humor negro y ácido y con sus expresiones incivilizadas de menos gusto y alcurnia que "Clery" (3) de alcantarillado. Sin duda estaba membrudamente investido con las virtudes de Pedro Navaja. Pero estas impresiones las tuve de él cuando yo era un loco chico que no sabía aún cabalmente cómo evaluar a la gente, sino nada más que con mis cándidas impresiones infantiles, pero sé que éstas no estaban erradas.
(3) El Clery es una bebida alcohólica chilena hecha con vino blanco y con trozos de duraznos en conserva, el que se la sirve a los invitados en los velorios. El Clery, según varios catedráticos e historiadores de los confines culinarios chilenos, sería originario de la internacional ciudad de Talca, pero sin importar de dónde sea que haya salido el Clery; siempre termina en un -normalmente- triste velatorio. Mi abuelita Teresa tenía su propia receta de Clery, y se llamaba "Clery Doña Teresa", al que lo preparaba con abundante aguardiente, una generosa porción de coñac, y algunas dulces chirimoyas molidas. Este Clery hay que tomárselo bien sentado porque después de tres vasos, a uno se le doblan las piernas y se empieza a parecer harto al muerto.
Además el guatón sinflón éste aparentemente era más flojo que la mandíbula de arriba y su libreta de notas parecía que era comunista recalcitrante, y su postura estudiantil como acertadamente lo insinuaba nuestro profesor de Historia, era la de Atila; el Rey de los Unos. Por eso es que quizá duró tan corto tiempo en el Ercilla. Por lo demás, en ese entonces yo no pensaba que él era material Marista. Todos los Maristas tenemos lealtad; él no la tenía. De todas formas, nosotros conseguíamos nuestra venganza contra el jodío guatón antisocial porque no lo dejábamos nunca jugar las gloriosas pichangas en el patio verde durante los recreos, y especialmente durante la hora de almuerzo.
En aquellos tiempos, ciertamente nunca me gustó esa albóndiga con patas. Sí, el guatón Manzano. Esta es una memoria retrospectiva, y la menciono ahora sin profundo rencor ni marcada acritud ningunas. Este es un recuerdo casi sin peso que no es más que una de las numerosas hojas del frondoso árbol de mi vida, y esta hoja que a pesar de haber sido pequeña y mustia, sigue siendo una eterna parte integrante del exuberante ramal de mi florida existencia. Nunca supe lo que fué del guatón Manzano, y aunque lo dudo, espero que le haya ido bien. Ahora que estoy viejo y se me han olvidado las animosidades, me acuerdo de él porque decente o nó en aquel entonces, el guatón Manzano fué también; efímera y hueramente, un "compañero" nuestro.
¡Pero volvamos a la pichanga que el tiempo es corto! La pichanga era lo último en tecnología de entretención y gimnasia. Primero y por sobre todo, era gratis. El único requisito para integrarse al juego era ser Marista y tener por lo menos una pierna. Además era un ejercicio compacto y exigente. Generoso además: todos repartíamos gotas de sudor a diestra y siniestra sin mezquindad, y ocasionalmente olor a "ala"; y si usted estaba envuelto en la pichanga y miraba el suelo, a veces parecía ser que estaba lloviendo. Como características principales, la pichanga demandaba risas, alegría, camaradería, algazaras surtidas; y ellas estaban incrustadas de sana competencia, amistad, desafío, y su mayor tesoro era que compartíamos tiempo y vida con nuestros amigos y compañeros; sin deslealtades ni envidias, sin rencores ni desconfianzas, y sin arrepentimientos ni sospechas. Éramos simplemente una banda de jovenzuelos siendo Maristas a todo vapor, y siendo amigos a toda velocidad, a to'o chancho; canillas moreteadas o no.
Antes de comenzar una pichanga no se podía gritar: "¡Falta uno p'a la pichanga!" porque aparecían siete giles instantáneamente y todos querían jugar, así que el nacimiento de las pichangas era asexual y por esporulación estudiantil; algo así como una fiesta Marista de paracaidistas. Al final eran dieciocho hordas postremamente barbáricas de inmoderados pichangeros dedicados a patear unas pelotas de plástico barato, con una energía y con una urgencia como si se fuese a acabar el mundo con el toque de la campana; y porque los recreos eran más cortos que beso de marido, había que aprovechar cada segundo de ellos.
A veces entre el fragor de la contienda futbolística se producían bajas de guerra. Cuando una de las osadas pelotas quedaba apretada mortalmente entre algunos recios y experimentados zapatos, se reventaba con una sorda explosión, y quedaba más plana que la muchacha de la "Vitacura 51A". A veces esto no era más que un pequeño inconveniente porque la pichanga seguía igual con la misma efervescencia pelota plana o nó. Otras veces cuando esto sucedía, los jugadores se cambiaban de equipo con la velocidad de un rayo apurado.
Las pelotas por cierto no eran de buena calidad. Todas estaban medias jorobadas en un lado u otro, como la politiquería chilena. Por un lado el plástico era delgado y débil como la seguridad social, y por el otro estaban gruesas y fuertes como la avaricia de los abogados deshonestos. Parecía que el que las soplaba para hacerlas tenía un solo pulmón. No se las podía patear con mucha fuerza ya que este desequilibrio en su manufacturación las convertía en virtuales boomerangs. Bastaba un chute fortachón, y la pelota se elevaba en el aire como el clamor de los oprimidos, dando furiosas vueltas en el éter como un típico discurso político, y se corría el peligro de que con estas descentradas revoluciones sin control, la pelota regresase al mismo zapato de origen, ¡y sin necesidad de viento! ¡Aaah, qué pelotas eran aquellas pelotas que teníamos en aquel distante tiempo!
Pero el tiempo se niega rotundamente a detenerse para que podamos descansar y nos empuja atropelladamente y con urgencia dentro de la vida sin preguntarnos, y muchas veces sin darnos tiempo para pensar. Pero ahora que estoy más viejo y a veces puedo obligarlo a detenerse solo por algunos instantes, tengo tiempo de añorar aquellas pichangas que me enseñaron tanto sobre la vida, tanto sobre mi niñez, y tanto sobre mis amigos y compañeros. Sí, me enseñaron mucho porque todavía las recuerdo y aún estrujo la dulce sabiduría que ellas dejaron incrustadas sabiamente en las grietas de mi vida, y en los oscuros moretones de mis flacas canillas.
Ahora que añoro tanto aquellas idílicas pichangas infantiles, no sé cómo traducir e integrar a mi pichanga de la vida aquellos memorables y futuristas ecos pichangueros: ¡Patea! ¡Patea!, ¡Apúrate p'os gil!, ¡Dámela p'os jetón!, ¡Ataja, ataja!...
La pichanga de la vida ya no la vivimos con la velocidad ni con la energía que derrochábamos tan alegremente y con tanta generosidad y abundancia en aquel patio de inofensivas y verdes baldosas infantiles… La pichanga de la vida no tiene equipo, la jugamos solos, y no tenemos ya a quién gritarle: ¡Patea! ¡Patea!, ¡Apúrate p'os gil!, ¡Dámela p'os jetón!, ¡Ataja, ataja!... …tampoco hay una campana que la detenga… …¿quizá nos haya transformado en un mata de Arrayán florido?… ¿Qué cosas, no?
Por eso es que me gustan las pichangas y me alegro de haber podido jugar tantas de ellas; en el colegio, en la plaza de tierra, en las calles de nuestro barrio, en las playas de arena y en las de estacionamiento; con vecinos y amigos, también con pasajeros desconocidos y con algunos forasteros; y no tan solitario como las juego ahora.
Pero esto no es para ponerse triste ni melancólico, sino que es un motivo de alegría y de riqueza espiritual; sí, de riqueza del espíritu, ese espíritu que aún vive y forcejea en el interior nuestras existencias tan humanas y frágiles, pero resistente, tenaz e invulnerable como nuestras buenas memorias.
Ahora juego pichangas modernas. No en una cancha porque a pesar de que ahora tengo pelos en las canillas, ya estoy un poco gastado para eso y me podrían quedar más dolores que pelo, y más moretones que recuerdos; por eso es que hoy las juego en Internet con camaradas y amigos eternos como Bering Comparini, mi contemporáneo "Consuasor Litterae", quién se encarga prudentemente y con mucho denuedo y afecto de que los delineadores y los arcos de mi cancha de pichangas retóricas estén bien puestos y ubicados en el lugar correcto, para que un impensado desliz no me consiga una tarjeta amarilla, o peor. Y si oso o intento salirme de los sensatos límites de la facundia, oigo su ecuánime "chasca" resonando fuerte, firme y seria, con un eco duro y seco pero tremendamente objetivo; en señal de franca, respetuosa e imparcial protesta. Por algo los rusos nombraron a Imakpik, ese navegable y polar canal de agua en honor a este noble hombre (ahora Estrecho de Bering).
Juego pichangas importantes con mi hermano Francisco Javier, el hombre feliz, en Skype casi todas las semanas del año, donde me informa en detalle de los torrenciales días chilenos y sus cataratas de sucesos insólitos y tan idiosincrásicamente criollos. También hablamos seguido de la familia, de los negocios, de los amigos, y de los achaques que la vida nos trae tan gratuitamente y sin envidia. Nos contamos chistes fomes y alardeamos de nuestro fraternal amor, el que alimentamos generosamente pichanga por pichanga.
Otra pichanga consuetudinaria -y también por Skype- la juego en cortos pero acelerados partidos con Patricio Seyler, conocido como el Pato Seyler por sus amigos más cercanos. Con el Pato discutimos urgidamente y sujetándonos como podemos de nuestros anteojos sobre mercadeo y publicidad externa, mercadeo interno latinoamericano, productos, imagen, experiencia, resultados, y también hablamos acerca de las profusas memorias que guardamos del Ercilla y su banda de compañeros inmortales. El Pato, a pesar de su corta estatura física, me lleva a volar raudamente por los dominios del Cóndor, más allá de esas cúspides alturas donde vuela el pájaro de más alto vuelo, y me enseña a mirar los planes y los objetivos en detalle y con una visión completa desde lo alto.
Y en la cocina de mi casa en Arlington, Virginia; cada Viernes del calendario Aldo Nally me visita por la mañana y nos sentamos en una escueta mesa y alrededor una amigable y dulce taza de café, y ocupadamente arreglamos el mundo lo mejor que podemos, pelamos impunemente a los "rascas" que conocemos, reclasificamos a otros según nos parezca; y como todos ustedes ya se habrán podido percatar en clara cuenta, es por eso que todos los Sábados en la mañana el mundo luce bastante mejor.
También juego esta pichanga moderna en los pasillos de los colegios de mis hijos cuando vamos juntos a participar en cualquier evento, la juego entre las islas de los supermercados, en los días lluviosos, y a veces también, en algunas escasas ocasiones en que a veces me siento un poco solo. Estas pichangas no me dejan dolores musculares ni moretones en las canillas, pero en cambio, me dejan un poderoso calorcillo en el corazón y un abundante agradecimiento, colosal y prodigioso, por la vida, un calorcillo igual al que me han dejado siempre las entrañables y amatorias palabras de mi tío Lucho, ese Súper Marista inmortal e indestructible.
Pero a pesar de que estas esporádicas pichangas modernas mías son más sedentarias y menos peligrosas, las continúo jugando con el mismo ímpetu, apuro y energía con que las jugaba en el Ercilla, y sinceramente las gozo un cachito más que aquellas otras, porque en estas pichangas, logro tocar la pelota y no me importa ya el color de las baldosas.
Ahora me estoy preparando para la pichanga más grande, la más importante, la más trascendental, la más emocionante y más significante de mi terrenal vida que perdurará más allá que ninguna otra pichanga que haya jugado durante mi loca existencia, y llevando todavía ese invicto número 11 sin manchas en la espalda. Les dejaré sumidos en la curiosa incertidumbre sobre esta gloriosa pichanga mía, no por joder; sino porque no la quiero identificar hasta que haya metido el primer gol.
Un abrazo fraterno a mis amados pichangeros y camaradas Maristas, ahora todos, pichangeros de la Vida.
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