Las Palabras

Todos y cada uno de nosotros, en mayor o menor medida, poseemos un denso y arqueológico tesoro comprendido de historias, cuentos, fábulas, ficciones, anécdotas, relatos, quimeras, y hasta de pensamientos mitológicos y reflexiones metafísicas que la mayoría de las veces -cuando no siempre- no llegamos a narrar estos apólogos porque aparentemente, nuestras ilusiones sobre el futuro nacen fatigadas y abrumadas por el peso del pasado que se empecina en colgarse odiosamente en el presente de las inéditas jácaras que atesora nuestro espíritu; las que viven perpetuamente aplastadas bajo el negro y filudo peso del agobiante silencio de nuestras bocas.

Todas las palabras llevan peso, ya sean palabras cortas o voces largas. Todas. Algunas palabras son livianas, otras pesados alaridos, otras ingrávidos clamores; y otras de un sonido abrumadoramente cargado. Los esqueletos de las palabras por sí solas no llevan tanto peso, pero que en el conjunto de sus carnes; embutidas en una historia, pueden generar un lastre acucioso y abrumador. Quizá nuestras historias estén descansando retorcidas e indefensas en nuestro vientre escritor en ensortijadas posiciones embrionarias, o quizá estén postradas de rodillas humildemente clamándonos por una débil piedad para que las liberemos hacia las vastas distancias del etéreo pensamiento humano.

Sé que en repetidas y apremiantes ocasiones un afluente tropel de desordenadas y cristalizadas palabras se abalanzan a ciegas sobre nuestros sueños de libertad expresiva, quizá abreviándose a sí mismas para que las dejemos salir entre susurros de imaginación y murmullos de realidad, tratando de no pesar, montadas en un leve suspiro, aferradas al aire tratando de no apabullar nuestros frágiles y fluídos espíritus. Pero nos negamos a suspirar, no nos queremos quejar ni anhelar lo anhelante, no nos desahogamos ni gimoteamos una breve pena o una larga alegría para darles una escueta vía de escape a nuestras historias que se agitan adornadas con sus alegres e inquietas palabras.

Pero las palabras que hacen nuestras historias son nuestras, ¡las poseemos a todas ellas! y ellas están incondicionalmente a nuestro servicio si las queremos emplear para construír nuestras historias nacidas de los numerosos pliegos y musgosas arrugas de nuestro pasado. Sí, a pesar de que somos los patrones de nuestras historias, a veces nos cuesta el permitirles escapar de nuestros fruncidos corazones, para poder y así dejar más espacio en ellos para nuevas y más dulces memorias.

También hay que tener en cuenta de que las palabras son caprichosas y antojadizas cuando no, vanas e improcedentes. Digo que son caprichosas porque a pesar de que podemos tener muchos sinónimos y acepciones afines para una palabra, no siempre se puede encontrar un antónimo apropiado. Por ejemplo, ¿Cuál es el antónimo de trueno? ¿Cuáles son los antónimos de rojo, agua, condón y Chile? El antónimo debería ser el recíproco opuesto de sinónimo, pero no lo es porque en muchas ocasiones, no existe. ¿Es posible decir que el suave acerbo de la afasia es la vocinglería o la alharaca? ¿O que albañal se opone a cenotaño o al cotarro? La cosa es mi querido lector, que las reglas de la ortografía con sus compinches gramaticales y lingüísticos dictan que los "adjetivos" no poseen antónimos. Ahí lo tiene: ¡hay discriminación hasta en las palabras! Seguro de que aquí hay envuelto un abogado deshonesto y anacreóntico.

¿Y las palabras que se adornan a sí mismas con elegantes, sutiles y sobrias joyitas como la diéresis? Ese signo diacrítico que consiste en esos dos distintivos puntos que le dan más carácter a la ü por ejemplo. ¿Y qué pasa con la letra ñ? ¿Sabía usted que la virgulilla de la ñ se originó en la Edad Media? En la Edad Media, las copias manuscritas de textos y documentos eran ejecutados por los monjes en las catacumbas de los lóbregos monasterios; uno de esos obscuros negocios de los traficantes de inmanentes dioses. Cuando estos escritos les presentaban dos letras enes (n) seguidas a los eremitas monjes -ocurrencia bastante habitual en Latín- podía ocurrir que estas dos enes se confundiesen fácilmente con una eme (m), especialmente si el monje que escribía tenía un poco de Alzheimer, o le faltaba una dosis de espíritu de por lo menos unos 40°.

Entonces, para evitar esta posible confusión, los copistas manuscritores colocaron una ene más pequeña sobre la otra ene. Con el paso del tiempo y el apuro en hacer tantas copias ya que Gutenberg no había nacido todavía para socorrer la plaza, la letra "n" superior fué disminuyendo poco a poco de tamaño, hasta que quedó rezagada al trazo que actualmente usamos. Esto nos sirve ahora para distinguir convenientemente y sin confusión algunas palabras como enseñada de ensenada; empanada de empañada, o una de uña. ¿Sabía usted que en la lengua Castellana hay 2.266 términos que llevan la letra ñ?

-¡Curioso!- se dirá usted, pero no lo es. Lo que sí es curioso y sospechoso además, es el aislado hecho por ejemplo de que las "Sagradas Escrituras" no mencionan nada acerca de astronomía a pesar de que el ser humano ha estado mirando la bóveda celeste desde los albores de su creación; buscando respuestas a la intriga de su verdadero origen, una respuesta a este origen con más sentido común, con más lógica, con más raciocinio y sensatez, y con una credibilidad más inteligente y más madura. Curioso es que en estas "escrituras" se evite intencionalmente lo inocultable y lo inevitable se disfrace con historietas pueriles sin credibilidad. Estas "escrituras" mencionan el Sol y la Luna sólo una vez, y por necesidad. Una o dos veces mencionan a Venus (no me acuerdo exactamente porque hace rato que no leo esta novela), pero disfrazado bajo el nombre de "Lucifer". Estos manuscritos arcaicos son tan obsoletos que los "Jinetes del Apocalipsis" todavía montan caballos. Si usted realmente ha leído las escrituritas éstas en su totalidad, me dará la razón.

-¡Curioso!- exclamará usted otra vez, pero no lo es. Curioso es por ejemplo que la supuesta infalibilidad del Papa sólo se puede aplicar a materias espirituales (porque ninguna de estas se puede comprobar), y nunca a la ciencia ni a las cosas materiales porque resultaría fallida. ¿Lo había notado usted? No reaccione; ¡piense! Giordano Bruno (un oscuro fraile Dominicano italiano) expresó públicamente estos pensamientos hechos con las mismas cargadas palabras que le acabo de vomitar a usted en sus ojos, y la "iglesia" lo excomulgó y lo quemó vivo en el año 1600 por su osada herejía.

-¡Curioso!- prorrumpirá usted una vez más y esta vez un poco confuso, y quizá un tanto airado; pero no lo es. Curioso es que Bruno ayudó a precipitar su horrible e injusta muerte por decir con franca honestidad que él creía que el Sol era una estrella y que el universo contenía un número infinito de mundos habitados poblados por otros seres inteligentes. Galileo lo escuchó claramente y estuvo de acuerdo con esto, pero no dijo ni pío. Más curioso aún es que el Cardenal italiano Francesco Satolli dijo exactamente lo mismo que dijo Bruno acerca del Papa alrededor del año 1890; apenas con unos doscientos de años de diferencia, pero Satolli consiguió ganarse el curioso y ptolemaico sombrerito rojo, y Bruno fué asesinado el 7 de Febrero de 1600, a la edad de 52... Entonces, ¿la herejía religiosa de antaño es hoy la válida ortodoxia?, ¿o es simplemente una conveniente y cínica compasión patronizante?

A pesar de la mala publicidad, creo que la mayoría de los frailes son decentes, intachables, honestos, y bien intencionados. Sé que hay muchos "religiosos" que aceptan sin problema la realidad de la evolución y reconocen que las religiones están basadas en la fantasía utópica, irreconciliable y carente de hechos reales. En cambio los frailes fundamentalistas, los ciegos de razón y estériles de sentido común mercadean sus preceptos, los cuales sacan de un libro lleno de narraciones de horrores absurdos y magia mal entendida, abigarrado de hechos inverosímiles y risibles, de preceptos ridículos y caricaturescos, de arlequinescos actos necios e irrazonables; y todo esto, recubierto y acolchado de enormes contradicciones que están en franca oposición a la ciencia y al progreso, y que están diseñadas por cierto, para mantener al Hombre en el proverbial Oscurantismo, y así poder vivir sin trabajar explotando la voluntaria estupidez humana.

Sí señor, las palabras pesan más cuando les ponemos una dosis de insolente curiosidad o atrevida intención entre sus amplios pliegues. ¿No está usted de acuerdo? ¿Cuánto más pesarían si les agregamos un traidor conato?

Pero yo no pierdo mi ocupado tiempo en explicar las verdades lógicas porque es completamente imposible el enseñarle la verdad a los que no desean escucharla, y también entiendo lo vano que es oír las respuestas vacantes de sentido común y lógica con que se contestan las verdades cuando un estulto retruécano arguye los claros propósitos de los hechos reales. Al final, hasta los infalibles mueren.

Quizá a usted le pase lo que me pasa a mí tan a menudo. Mis palabras son demasiado abundantes, son torrenciales, son copiosas y exuberantes, son fecundas y bulliciosas (¡y estas son sólo las que conozco!), y por esto me cuesta un martirio sacarlas de las profundidades de mi emuntoria dicción en una clara forma ensordecedoramente resonante y melódica, haciéndole justicia a sus contenidos y manteniendo la harmonía de sus mensajes. Tiene que ser así: en forma sonora y canora, amarga y dulzona, arrebatada y cadenciosa, explosiva y dormilona, disonante y melodiosa, lenta y fulminante, estrepitosamente ruidosa y escandalosamente bulliciosa porque el peor martirio que existe para matar una palabra, su historia y su peso, es dejarla salir en silencio.

Mi gran problema (gran problema por cierto) es que mis cuentos e historias no son cortas ni momentáneas, sino que son demasiado largas e insolentes. Sí, son insolentes porque las libres palabras de mis historias no tienen ni miedo ni vergüenza, ni recato ni prudencia porque son honestas, y les gusta abalanzarse descaradamente y sin piedad sobre tímpanos fuertes como el cuero crudo, y sobre aquellos frágiles y desprevenidos como el sublime himen de una virgen en celo.

Mis historias se adueñan de mí y de mi caprichosa imaginación sin celada impunidad. Y entonces mis historias ponen su enorme peso a descansar en mi conciencia, en mis principios, en mi honestidad y en mi locura literaria obligándome a gritarlas con honestidad y desafío. Me fustigan con sus explosivos y ruidosos látigos hechos de colas de dragones dementes para que yo las escupa sobre el papel, y así, crear un rabioso alboroto aún más bullicioso que el de la palabra hablada, porque a éstas, se las lleva el viento enredadas en su ulular; pero las historias escritas dejan testimonio firme, y hasta quizá puedan volver un azabache y fuliginoso día a morderme traicioneramente la vida a mansalva.

Mis historias no sólo vociferan sus sórdidas tripas con alaridos bestiales, sino que también me sacuden las emociones y me sugieren en cada efímero instante su intensa fatiga existencial y sus perennes sueños de libertad que viven confundidos en el hondo y ancho abismo de aquella amada locura que poseo hecha de tantas etéreas dimensiones y dementes formatos.

Mis historias me obligan a escribir sin descanso, me empujan a desestabilizar el orden de los puntos y de las comas, me fuerzan a violar y a delinquir en contra de las rígidas y puritanas reglas de ortografía, me hacen tiranizar las expresiones y a estrangularlas con corchetes, paréntesis y diéresis, y me ayudan a horrorizar a los pedagogos de la indecente decencia social. Mis historias no duermen ni me dejan tomar siestas reparadoras como solía hacerlo en la quieta hamaca de mi abuelito Víctor, esa bienaventurada hamaca que descansaba despreocupada entre las ramas de la longeva higuera que me susurraba historias del viento y el solitario clavo que la sostenía incrustada al murallón de adobes en la antigua casona del Cerro Alegre, en ese inolvidable Valparaíso que vió crecer sin tapujos casi todas las insanas inanidades de todas mis mentes. No, mis historias no me dejan dormir, me castigan con ojeras y con largas noches de oquedades infinitas.

Después de que la pandemónica fiebre de mi febril pluma se ha apaciguado es cuando leo las palabras que he escrito en mi delirio copular literario, y a menudo me sucede que mis cuentos no son lo que intentaba escribir a pesar de que arrastran consigo drásticamente todos sus espíritus y sentidos. A veces cuando leo mis historias, creo que se han quedado cortas de su meta e imperdonablemente aletargadas, y aunque me esfuerzo en despertarlas de su letargo retórico, no consigo sacudirles su inconsciencia aunque invoque toda mi destreza novelesca y descriptiva, en un tremendo esfuerzo conclusivo y heroico, tal como la salvaje avispa apaga su vida toda y entera en un solo y final aguijonazo.

Esto pone un ennegrecido terror negro en mi pecho porque no quiero que mis lectores tengan que sobrevivir mis escritos y se pierdan para siempre siguiendo una sequía literaria que deambule sonámbula en páginas sin fin ni destino. Si no inquieto a mi lector, por cualquier sórdido medio o clarividente artilugio, si no lo enfurezco o lo calmo, si no planto la maleza de la desconfianza en su corazón y lo lleno de prístinas o nuevas esperanzas; lo convertiré en una víctima de una tortura retórica y tediosa, en un prisionero con la condena de leer palabras de cartón seco y desabrido; y él ya no volará al unísono y en armonía a través de las vertiginosas y siderales alturas en las que mis veleidosas historias pretenden volar.

Quiero que mi lector se embarque sin titubear en las brutales jornadas sin límite y sin el destino presagiable de mis historias, que se encuentre a boca de jarro con el éxtasis al entorno de cada página, que cada inusitado descubrimiento que haga en la historieta sea una colisión despiadada de luces e iracundos colores, que al leer mis pesadas palabras, se le atraganten las ascuas en la garganta, que en aquellos oasis que su alma encuentre, ésta pueda detenerse a beber conciencia y a saciar regaladamente su sed espiritual con elíxires celestiales rebosantes de ilusiones, y que sean una confundida experiencia real y astral, quiero que el lector se intoxique con mis mitológicas historias, con mis verdaderas mentiras y mis cínicas verdades, y que las pesadas palabras de mis cuentos ensanchen su imaginación como la horma de hierro ensancha un testarudo zapato, y con la derrochadora emoción y el amante dolor con que el rígido cérvix de una madre se rinde incondicionalmente y se agiganta generosamente para parir la dulce vida contenida en un nuevo y frágil paquetito de amor.

En este nutrido arsenal de efímeras memorias que llegan a mí navegando presurosas desde el futuro, arsenal que no acabo de conocer o entender, tengo a mi disposición una cantidad insana de cuentos gloriosos, cuentos tristes y alegres, pero más que nada, cuentos dementes los cuales recorro a diario montado en los transparentes y taurinos unicornios en los que cabalgo las nómadas distancias de las noches de mi consciencia que están hechas de oscuras luces y brillantes sombras, cortando la gruesa bruma de mis sueños a una velocidad linear infinita.

Durante el recorrido de estas exorbitantes excursiones de cronología desequilibrada, ni al lector ni al cuento les preocupa la amplitud, la distancia o el conocido pero indescifrable rumbo de este vuelo de nuestras imaginaciones conjuntas, no les importa el vértigo de la altura ni los paranoicos cambios de velocidades que la historia les impone en su persecución del desenlace. La avidez con que se comen las pesadas palabras no conoce descanso y los incita y provoca a seguir devorando las palabras si el relato les azuza a seguir surcando entre las ligeras páginas del libro que contiene y les trae esa interminable cordillera de palabras danzarinas.

Algunas de mis historias traen finales tapizados de palabras gloriosas e intempestivas, otras traen un suspenso mutilado de arcadas incomprensibles, y otras se pierden en las melancólicas imaginaciones de mi lector, pero la mayoría de mis defectuosas historias no tienen un final exacto, sino que dejan peligrosamente enredado un principio, una ilusión, una advertencia, o una pesadísima palabra pegada al paladar mental de mi lector para que éste la digiera como pueda. Esto es porque yo no escribo historias, sino que las perpetro inicuamente tratando de dejar el leve vestigio de una humilde huella en la densa niebla de los humanos entendimientos. Tampoco quiero domar a mis enemigos con mis historias, sino confundirlos en la armonía de la paz y fusionarlos con el sentido de la civilidad.

Sé que muchas veces usted ha querido escribir sus palabras y construir así sus historias, sílaba por sílaba, palabra por palabra, esparciendo algunas palabras livianas por aquí y por allá, poniendo algunas palabras pesadas por allá y por aquí, haciendo malabarísticos trueques entre contracciones, pronombres, artículos y otros menesteres ortográficos, poniendo en duelo los puntos con las comas, incrustando un diptongo por aquí, o tal vez por allá, y confrontando abiertamente a los guiones cortos con los acentos largos para poder adornar su historia; pero no lo logra, y se frustra.

A mí me pasa esto a menudo; no siempre, pero a menudo, pero cuando logro hacer que mi pluma fluya ágilmente sobre el papel como la sangre lo hace de las heridas abiertas, escribo mis historias tratando de identificarme con sus sueños, en un intento de vocear a todo pulmón lo que usted no se atreve, a recriminar al mundo como usted lo quisiera hacer, a criticar por usted lo incriticable que otros no osan criticar, y a tirar esa dura piedra con fuerza inusitada para que usted no tenga que esconder su mano.

¿Por qué escribo historias de pesadas palabras? Primero, porque soy dueño absoluto de una dulce demencia, sí; soy loco y porque creo firme e impávidamente de que soy capaz de hacer hervir el océano; pero la razón más importante, propulsora y matriz que me guía a escribir mis historias es simplemente porque usted es mi lector, usted es el que revive cuidadosamente mis vertiginosas palabras e ilusiones y les asigna su propio peso, con el propio vahído de su propia imparcialidad; usted es el que las critica con justicia o las lincha con tiranía, usted es aquel que las lee todas, o las abandona con desquicio sin terminarlas.

Escribo mis historias con sus pesadas palabras para usted, para mi lector; porque después de todo, usted es el que decide adoptar o rechazar libremente los humildes epigramas que rescato con gran esfuerzo desde el fondo del profundo pozo de mis palabras, y que se las hago llegar a sus manos con la inmortal esperanza de que usted aprenda a odiarlas como a sus más bajos enemigos, o a quererlas como si fueran sus propias criaturas.

El Loco

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