Ahora que estoy más gastado(1) y
fuera del alcance de las filosas garras de algunos de mis muchos profesores,
todos ellos excelentes personas debo mencionar; los que cuando lean esto, es
muy posible que aún me quieran asesinar con gran delirio, justificado aturdimiento
emocional y satisfacción primal. Pero desde
la segura, enmascarada y macanuda distancia en la que me encuentro, convenientemente
disimulado y camuflado en el hemisferio Norte de nuestro planeta, en este
momento me siento un poco más seguro y resguardado para revelar y relatar las inicuas
e invulnerables aventuras de las que hice cómplice involuntario a mi sereno y
fiel pupitre.
(1) Nunca me ha gustado usar la
denigrante palabrita: "viejo", simplemente porque la "edad" solo existe en la
imaginación, profundamente arraigada en las mentes más subyugadas por los
correlativos instantes del ciclo del tiempo.
La ropa se pone vieja, los zapatos se ponen viejos, y a veces hasta las
esperanzas se ponen viejas; pero no los
seres humanos de carácter vibrante y poseedores de una visión con perspectiva, no nos ponemos
viejos. ¡No señor!, nosotros
estrictamente hablando; nos gastamos.
Técnicamente, se le llama "pupitre" a
una pintoresca mesa con cajón, la que tiene un gran surtido de patas y
extremidades de apoyo dependiendo del gusto y estilo de cada usuario, y es lo que
utilizaban los inocentes niños como lo era yo durante la larga estancia en el
colegio, mientras masticábamos y nos comíamos el currículo educacional a fuerza
de "chascazos"(2), y sobre el que realizábamos nuestros estudios
y los trabajos que nuestros maestros nos encargaban tan cariñosamente.
(2) La Chasca era un artilugio
infernal de madera de palo de árbol de
bosque, el que se asemejaba mucho a una endiablada pinza con una descarada y
matrera esfera en uno de sus extremos, y que le servía a los "mochos"
para hacer ruido, para llamar la atención, para darnos por la cabeza, y para
joder.
En caso de que no se acuerden, --porque a
veces nos pasa a nosotros los "gastados" de que nuestra memoria emigra
junto con los pelos de nuestras blandas cabecitas, lo que contribuye a una progresiva
y prematura alopecia retentiva-- los pupitres son unas graciosas mesas que
consisten por lo general en un cajón amplio que se cierra con una tapa superior
sobre la que apoyábamos los codos cuando dormíamos durante las aburridísimas y
vanutópicas clases de religión. La tapa de
nuestros pupitres siempre estaba inclinada en una desagradable gradiente, lo
que era una jodienda para mantener los lápices quietos en su lugar. En su extremo superior horizontal, el pupitre
tenía un surco el que se suponía que era para los lápices, pero que no servía
porque era poco hondo e inapropiado para este objetivo.
También tenía un hoyo muy peculiar para,
supuestamente; poner un tintero. Esto
explica el surco de descanso para las plumas pero no para los modernos lápices. Desprendiéndose claramente del modelo de
pupitre que nosotros teníamos y usábamos en el docto "Instituto
Alonso de Ercilla"(3), aparentemente estos vetustos pupitres
los trajo Ercilla él mismo desde España en una de sus arrugadas alforjas de
cuero de chancho Vasco, el que aparentemente antes de ser despellejado; era
turnio. La mayoría de nuestros pupitres
no estaban muy cojos, o muy rayados o a muy mal traer porque a pesar de
nuestros vandálicos y repetidos esfuerzos, los pacientes y cuidadosos Hermanos
Maristas los mantenían como se mantiene una Novena.
(3) Para ser justos y ecuánimes, los
pupitres no se inventaron hasta el año de 1880 por John D. Loughlin en Sidney, Ohio; el mismo año en que comenzó la construcción del Canal de Panamá; en que
Tomás Edison patentó su primera lámpara incandescente; y cuando se completó el
primer Censo en los Estados Unidos de Norteamérica, el que arrojó una población
de 50.155.783 habitantes, contando a James A. Garfield, el vigésimo Presidente
de USA. ¿Los pupitres que trajo Ercilla?,
pues en España les llamaban Mesa-banco bipersonal (pero creo que ellos decían:
perzonal). ¿Qué cosas, no?
A pesar de que el pupitre tenía una función escolástica muy
específica, éste era un artefacto multifario de misceláneos servicios, heterogéneas
aplicaciones y diversas y disparatadas funciones. Por ejemplo, servía para guardar el almuerzo y
para estibar la ropa de de la clase de gimnasia la que normalmente estaba más
hedionda que un ciclista francés después de la vuelta a Francia. También se utilizaba activamente como taburete
para cambiar ampolletas, como barricada de defensa para bloquear las puertas,
como fortificación durante las guerras de comida, como almacén de venta de
golosinas, para esconder las paletas de helados mientras las chupábamos y para
que los profesores no se percatasen de ello, como pódium para discursos, y como
una práctica y sorpresiva guillotina ajusticiadora de los dedos y manos de
nuestros incautos enemigos, y como zoológico(*). ¡Ah!, y también a veces nos servía para
guardar nuestros libros y algunos de nuestros obligados inútiles útiles
escolares.
(*)
Nota del autor: Cuando terminé este escrito, le comenté a nuestro ilustre compañero
de armas Patricio Seyler si se acordaba de estos infaustos hechos, pero para mi
sorpresa, se acordó de otro episodio el cual yo ya no rememoraba: una vez convertí
mi pupitre en un mini-zoológico. En este
improvisado bestiario
tenía cautivos a algunos gusanos; una barata (cucaracha) coja con solo cuatro
patas, un sapo chico, una lagartija sin cola, dos polillas (Tineola
Bisselliella), una coqueta chinita (Coccinellidae), un gorrión muerto con
menos valor que juramento de abogado y que olía a lo mismo, el que estaba allí
solo para llamar la atención; y una enorme araña peluda de Recinto (Acantognathus Recinto) de
un color café oscuro muy sospechoso a la que orgullosa y suspiradamente apellidé Juana; todos ordenadamente
viviendo en un inmueble que construí con cartón el que auspiciaba unas celdas
muy mononas para cada uno, y así separados, no se comieran entre ellos.
El hecho es que la Juana se escapó por el
hoyo del tintero del pupitre y bajó al suelo rápida y ágil como la mentira y se
parapetó en algún lugar en que no la podíamos ver. Cabe notar que Patricio era aracnofóbico al
cubo, y les tenía un miedo horrible-pavoroso-espantoso-horroroso-aterrador a
las arañas. Patricio se mantuvo
encaramado en su pupitre sin tocar el suelo durante casi todo el día hasta que
se aseguró positivamente de que la Juana había sido recapturada. Después de esto el Pato recuperó su color
natural, pero creo que bajó dos kilos con el susto y no pudo ir al baño por
otros tres días más.
(*)
Fin de la Nota del autor.
Ahora que ya estamos ubicados en el tiempo
y espacio presentes, dejaré salir de mi imperdonable e inexcusable pluma con
menos recelo las mentadas "aventuras" a las que me refiero. Esto lo hago con la más egoísta, mezquina y
calculadora de las razones: me siento un poco culpable de algunas de las canas
de ciertos profesores, y me quiero ir con la conciencia clara cuando me toque
el turno de irme al Horno, el que desgraciadamente a esta edad, ya comenzamos a
olerlo levemente, el que está perdiendo
paulatinamente su camuflaje, allá no tan lejos ya, en la distante distancia.
Evitaré mencionar los nombres reales de los
compinches, secuaces y cómplices que participaron en estas casuales
circunstancias e imprevisibles episodios –-los que por cierto eran muy
esporádicos-- porque aún quiero viajar a Chile, y deseo hacerlo en Paz y evitar
a toda costa cualquier atentado o conspiración en contra de mi seguridad insana
a manos de aquellos inocentes e incautos colaboradores, los que sorpresivamente
se encontraron irremediable e irreparablemente envueltos en mi transcendental locura,
la que estaba contrapuesta y en absoluta oposición a sus independientes
voluntades. Es una de esas situaciones
que nadie quiere o espera, como por ejemplo cuando uno está de visita en la
casa de la Polola nueva y vá al baño, y cuando llega el momento de limpiarse
los arrugados labios obscurecidos por el tiempo, el papel higiénico falla
catastróficamente, y los dedos accidentalmente terminan embutidos en el negro y
maloliente destino. Y ése, era el último
trozo de papel "Confort"
que quedaba. Una situación bien incómoda,
por decir lo menos.
Bueno, éstas son las "más fortuitas eventualidades" que
acaecieron en las magnas aulas del Glorioso e Irremplazable Instituto Alonso de
Ercilla de los Inmortales Hermanos Maristas de Chile. Estos lamentables hechos no están narrados en
forma cronológica, sino que con la específica intención de descolocar
anacrónicamente al lector para que éste no se reconozca a sí mismo en estos
poco Renacentistas hechos y por si algún profesor llegase a leer estas abiertas
confesiones provenientes de este demonio humanitario engendrador de duros infiernos. Que quede sumamente claro que estos hechos ocurrieron con la misma
fatalidad del impredecible sino con que ocurren los terremotos, erupciones,
tsunamis y la caída de meteoros: absolutamente fuera del control humano; por lo
tanto y debido a lo cual, nadie puede reclamar responsabilidad ni culpa
hereditarias.
En una de esas cuantiosas, friísimas y
gélidas mañanas del invierno Santiaguino, yo me encontraba situado en el
sospechoso rincón sud-occidental de nuestra sala de clases en el segundo piso
de nuestro edificio, aula que enfrentaba el telúrico patio de baldosas
verdes. A mi diestra y a la altura
de mi cabeza, se encontraba una de esas grandes ventanas corredizas la que
estaba irremisiblemente atascada en su marco, y que para mi desgracia personal,
no cerraba completamente dejando abierta una fisura de unos cinco centímetros
de acuerdo a la Regla de Tres. Ese claro
y matutino amanecer le había traído al valle de Santiago, esa antigua ciudad
que siempre ha sido una gran bombonera de sorpresas, un largo hálito de frío
Andino. Era un viento crudo y bastante
insolente el que nos arrancó constantes lágrimas durante nuestro viaje hacia el
colegio, y que ahora se filtraba sin permiso por la grieta que la (%#$8*&#*@)
ventana dejaba escindida, y que me daba de lleno en mi flaco, pero Adónico cuerpo.
En aquel entonces usábamos un uniforme
incómodo, mal preparado para las premeditadas circunstancias, y más horrible
que la propaganda política, y que tampoco protegía nada del frío. Por supuesto que después de unos lánguidos
minutos de estar expuesto a semejante martirio, yo estaba más helado que nalga
de Pygoscelis Antarcticus (pingüino
barbijo o de la Antártida). Entonces, me
puse mi "parka", la que estaba convenientemente colgada en uno de los
ganchos de la interminable hilera de éstos que cubrían la muralla del fondo de
nuestro paraninfo, y que se extendía de muralla a muralla.
Apenas me la coloqué, la atronadora y
fragosa voz de nuestro "Magistrum
Initio" (Latín para "maestro", palabra que uso para esconder
la verdadera identidad del profesor), quien era una corta víctima del inconsciente
ataque de las irreflexivas fuerzas gravitacionales, por lo que apenas de
levantaba 1.58 metros del suelo con peinado alto, pero su voz era ciclópea como
Polyphemus, y me rugió:
- ¡Señor Guajardo, no estamos en el
Polo! ¡Sáquese la chaqueta!
- No es chaqueta profesor, ¡es una parka! –respondí
desafiante con una sarcástica sonrisa en los fríos labios.
- ¡Joder!
!Se llame como se llame, te la sacas! -dijo molesto y acompañando su
locución con un festival de chascazos en todos los tonos y en variados
decibeles.
- ¡Pero es que tengo mucho frío! – respondí
con una inflexión de clemencia, y ya sin sonreír.
- ¡Que te la saques, coño! – repitió en un
tono "in misericordias", y
ya un poco alborotado.
No me quedó más remedio que quitármela
porque la alternativa iba a ser expulsión de la clase, y entonces tendría que
comerme toda la inclemencia del helado viento parado solitariamente, triste y
abandonado en el desamparado corredor. Después
de unos largos y acongojantes minutos, cuando la campana de viejo bronce tronó
su independencia, salimos a nuestro recreo a disfrutar de nuestras alocadas
juventudes antes de que la imperdonable campana detonara traidora otra vez, y
tuviésemos que volver al agobiante hipogeo del segundo piso.
Durante el recreo, me dediqué
concienzudamente a recoger los palitos de los helados, las varillas de los
"algodones" de azúcar, y las ramitas secas de los árboles del patio
Ercillano, los que se encontraban diseminados y sin concierto por todos lados y
rincones de ese querido patio de baldosas amarillas como la ictericia. Mientras me ocupaba atareadamente de esto, uno
de mis compañeros se me acercó y preguntó:
- ¿Qué hacís, Loco?
-¡N'a, p'o!
- ¿Como que n'a p'o?
-¡N'a, p'o!
-volví a responder.
- ¿Creís que soy ciego?
Mi querido compañero no era ciego o no
vidente per sé, pero llevaba unos gruesísimos
anteojos aparentemente hechos con gigantescos potos de botella de Champagne "Don
Perignon" los que le magnificaban tremendamente los ojos, de forma que las
escasas pestañas que le quedaban parecían clavos chuecos de crucifijo de Luma. Otro compañero nuestro que estaba a su lado
dijo atemorizadamente:
- Lo que sea que éste Loco está haciendo no
importa, lo que importa es que estoy seguro que significa problemas -y
seguidamente ambos se quedaron parados un poco atónitos mientras yo me alejaba giboso
y proseguía mi pesquisa de palitos.
Al término del recreo ya había amasado una saludable
cantidad de inocentes maderitos, los que colmaban los espantosos bolsillos de
mi espantosa chaqueta azul sin cuello y sin personalidad ni estilo estudiantil. Creo que esta patética chaqueta fué diseñada
por el "Chupacabras" cuando
andaba deprimido y tomando licuados de Prozac.
También me armé de un práctico artefacto que fuí a buscar a la
construcción que se llevaba a cabo en el sector Noroeste del colegio, en
dirección de la intersección de las esquinas de las calles Rosas y
Maturana. ¿Mencioné que durante el
Verano estas calles se vestían hermosamente de verdes y alegres árboles a los
que el suave viento los mecía como las suaves y grandes hojas de las magnificas
higueras de Quillota, mientras que los cariñosos perros vagabundos los regaban dadivosamente?
La otra calle de la que me acuerdo bién, es
la calle de Santo Domingo donde está la entrada principal del "Scholam" de aquellos gigantes
y soberbios hermanos
y profesores
(si se fijan bien, el edificio del colegio parece más bien una fortaleza de defensa
que una institución de enseñanza). Nunca
caminé la calle General Baquedano que estaba en un flanco olvidado del colegio. Sabía que existía porque mis compañeros
hablaban de ella, pero yo nunca puse pié en ella, así que todavía dudo de su
existencia porque yo no creo ni en Google Earth.
Este artefacto al que me referí tan suelta
y descuidadamente en el párrafo anterior, era un artificio flexible hecho de
hule sintético (del mismo con que hacen los condones) reforzado por dentro con
una resistente y maleable red de fibras de hevea
brasiliensis (caucho). Como parte de
su dúctil forma, contenía una perforación cilíndrica transversal circular (o anillos
de refuerzo circunferenciales helicoidales) la que estaba guarnecida por fibras
e hilos de una fornida aleación de hierro y carbono, a la que
comúnmente llamamos "acero", los que le daban resistencia a las presiones cóncavas
y convexas, y los que estaban imbuídos en este dispositivo en forma trenzada,
espiral, o como un tejido y envoltura de capas de telas resistentes a la
presión y la temperatura, dándole al cilíndrico artefacto una rigidez
semi-flexible lo que además le daba una extraordinaria capacidad de obtener
ondulaciones de maleabilidad, o fuelles durante su uso. ¡Me acabo de acordar del nombre Chileno de
esta "custión"! Lo que recogí de la construcción fué un simple
trozo de manguera.
Mientras esperaba en una de las plurales y ordenadas
filas que se formaban en el patio –orden que obedecía a los múltiples y
autoritarios chascazos y a la colérica y seria mirada de nuestro queridísimo
Hermano Lucio- antes de subir a nuestras correspondientes aulas, me metí la mentada
manguera en la pierna del gris pantalón escolar desde el tobillo al pecho. Las complicaciones de esta movida se
produjeron apenas comenzamos a subir las escalas. Desde el primer peldaño, la pierna izquierda
–por efectos de la manguera atrapada allí- se me puso más tiesa que una francesa
flaca bailando Mambo, y el subir una simple escala se transformó en una tarea hercúleamente* difícil. Pero entre las risas, las bromas y los empujones
de mis amados compañeros, logré llegar candongamente al segundo piso sin rajar
el pantalón, y envuelto en la fenomenal curiosidad que narcotizaba las
imaginaciones de mis camaradas de curso.
* NOTA DEL AUTOR: Antes de
sentarse a comer, la mamá de Hércules siempre le decía al pequeño Hércules:
"Anda a lavarte Herculito" ¿Qué
cosas, no?
A este punto mientras escribía este
panfletín de memorabilia, se me heló la "pajarilla"
de solo pensar que alguno de mis amados ex-profesores(4) lo estará
leyendo mientras respira pesadamente por la boca mientras afila un machete, un
hacha, o una "Pica"(5).
Pero como yo soy valiente y no le tengo miedo a nada en el Universo,
incluída mi suegra; seguí escribiendo desafiante porque me imagino que en algún
momento habrá que producir otro "Mártir
Marista".
(4) La expresión
"ex-profesor" es una mentira calumniosa y absolutamente falsa para
todos y cualquier ex-alumno Marista, porque nuestros profesores Maristas son
los más eternos e indelebles educadores que han cavado trincheras en nuestras
vidas y no tienen nada de "ex" para nosotros, por lo tanto; jamás de
los jamases ellos serán lo que la insolente, indecorosa y descocada
pseudo-preposición "ex" implica en este puntual y delicado caso.
(5) La
"Pica" es un vocablo de la lengua Mapudungún usado por los Araucanos
para referirse a la antigua y salvaje costumbre Española de ejecutar a sus
enemigos por "empalamiento". El empalamiento es
un método de ejecución donde la víctima es atravesada por una gruesa estaca de madera clavada verticalmente en el
suelo. La penetración de la Pica puede
realizarse por un costado, por el recto, la vagina o por la boca, y que cuando
se completaba esta macabra maniobra, a la víctima se le dejaba colgada para que
muriera lentamente. Esta fué la
horrorosa muerte que padeció el Toqui Caupolicán a manos de los españoles después
de ser derrotado y capturado en la Batalla de Antihuala el 5 de Febrero de 1558. La localidad
de Antihuala, que en Mapudungún significa: "Ave acuática asoleada";
es una localidad perteneciente a la comuna de Los Álamos en la
Provincia de Arauco, asentada en la VIII Región del Biobío, en Chile.
La única referencia histórica que se tiene sobre el origen de este método
proviene del antiguo pueblo de Asiria. Este método de ejecución lo utilizó el barbárico
rey persa Darío I entre los siglos VI y V de la Era Común, para matar de esta
manera a más de 3.000 habitantes de Babilonia. Yo prefiero el hacha aunque
esté sumamente oxidada.
Prosiguiendo con este relato, apenas arribé
a mi amado y estoico pupitre, vacié mis pavorosos bolsillos de sus listoncitos
y demases, y también puse en forma rápida y lo más furtivamente posible el
pedazo de manguera en el práctico cajoncito con su tapa superior, y antes de que
el profesor se percatara y aprovechándome del desorden general que había
mientras nos parábamos flanqueando nuestros pupitres, para recitar el mecánico
y habitual "Ave María"
antes del comienzo de cada clase. Nunca
supe si este avemaría se refería a una extraña pajarraca de nombre María, o que
a alguna María le llamaban pajarraca;
porque la palabra "ave" en Latín es "luvavit" y que en Castellano significa "será
útil". La palabra "ave"
también se usa en el Latín para decir "hola", y la palabra "avem" significa "pájaro",
por lo tanto avemaría se podría traducir filológicamente y transliteralmente como:
"¡hola pajarraca útil! ¿Qué cosas,
no?
Toda esta preparación que yo acababa de
efectuar, era simplemente un mecanismo de defensa para combatir el frío que me
acosaba a través de la grieta de la jodida ventana, y para contrarrestar la
"Durus Caput" (cabeza dura)
de nuestro profesor. Vale decir que yo
no era la única víctima de la hiperbórea corriente de aire apurado que se
colaba por la rendija. Mi compañero de
adelante se convulsionaba entre azul y tiritante, y también el del flanco izquierdo
temblaba como una Virgen Vestal antes del "primum coitus concubitos".
Entre el favorable desconcierto después del
sacrosanto bisbiseo, instalé la manguera introduciendo un extremo el femíneo
agujero del pupitre, y llevando el extremo opuesto a través de la rendija de la
ventana hacia afuera. Esta fué la
maniobra más difícil porque debí de hacerlo en forma rápida y precisa a la
usanza de "Misión Imposible", y luego ocultar el cuerpo de la
manguera entre los chaquetones que colgaban inservibles en los ganchos de la
muralla contra la cual descansaba mi asustado pupitre. El primer objetivo había sido cumplido sin
bajas en el contingente.
Seguidamente, vacié mi pupitre de libros y
otros enseres colocándolos debajo del asiento de éste no sin la atenta y
aterrorizada mirada de mis colindantes compañeros, los que sin saberlo, se
acercaban rápida e involuntariamente hacia la calidad de víctimas impensadas. Una vez hecho esto, desenvolví mi proletario
y menestral sándwich (en Chileno: Sánguche) de mortadela(6) y queso,
y usé el papel "Alusa foil" (papel de aluminio) doblándolo un par de
veces a modo de formar una base cuadrada.
Así y sin más trámites o despliegues de ingeniería, había producido una
conveniente y práctica parrilla pupitresca.
A este punto, los ojos de mis compañeros estaban más dilatados que el
agüjero de ozono.
(6) La Mortadela es
substituto proletario del jamón.
Mientras que el jamón se elabora con las más nobles y delicadas partes
del Suidae Ungulates Sincipitis Porcus, la mortadela es un embutido artesanal
que se fabrica con una mezcolanza hecha de sobras de chancho desmenuzado o
molido, despojos de salchicha curada, por lo menos con un 15% de grasa dura de
cuello de porcino o caballo y otros altamente sospechosos rellenos, los que
individualmente considerados, se denominarían como argamasa corpórea animal . El queso de mi sánguche no andaba lejos de
ese nivel.
Una vez establecida la clandestina base de
operaciones, la ofensiva se desató de acuerdo a mi plan. Con esta cruda pero valiosa experiencia
aprendí para siempre que TODOS los planes son buenos, hasta que chocan con la
realidad. Enséñeles esto a sus hijos. Entonces, levanté una cónica formación de
palitos en forma de "Ruka" apoyada en un pedazo de papel arrugado
proveniente de uno de mis cuadernos, la que se alzaba unos cuatro centímetros
de altura aproximadamente. La altura era
importante para que el fuego no quemara la tapa del pupitre y para que el humo
escapara fácilmente por la chimenea de campaña que se iniciaba en el hoyo del
tintero. La mini-fogata estaba lista
para ser inflamada. Problema: ¡no tenía
ni un fósforo! Me acordé de Arthur
Schnitzler: "Estar preparado es
importante, saber esperarlo es aún más, pero aprovechar el momento adecuado es
la clave de la vida". Esto lo
aprendí del áspero pero sabio Hermano Jovino Morala.
Me puse inmediatamente en campaña para
conseguir un modo de ignición, pero siendo muy cuidadoso de que el profesor no me
descubriese enganchado en actividades ilícitas y prohibidas durante la
clase. Después de trabajar arduamente el
clandestino "Correo
de las Brujas", ubiqué un modo de encender la fogatita. Un compañero que se encontraba claramente en
la esquina opuesta de la clase tenía un inventito al que los fumadores llamaban
"encendedor", el que me fué ofrecido con una enigmática señal de
acuerdo: mi distante compañero levantó
considerablemente su frondosa ceja izquierda en señal de acuerdo, pero la
contorsionó tanto para dar una clara señal,
que le dió un calambre en el ojo, y comenzó a berrear como energúmeno
mientras se sujetaba la generosamente pilosa área con ambas manos.
Ante los bramidos de dolor ocular, el
profesor se abalanzó vertiginosa y precipitadamente en auxilio de su alumno en
peligro. Nuestros profesores Maristas
eran así. Dejaban su vida botada en el
lugar en que estuviesen parados para salir disparados sin vacilación a socorrer
a sus alumnos, no importase cuán grande o pequeño el peligro pudiese ser. Esta desprendida virtud de mi profesor me
proporcionó la oportunidad para que mis compinches me despacharan despachadamente
el proscrito artículo de revolución; el que llegó con la velocidad y la
habilidad de los "Chasquis"
a mis psicópatas manos. Sorpresivamente
noté que los ojos de mis compañeros se les estaban escapando de entre los siete
huesos que forman sus cavidades orbitarias bajo la inaguantable presión de la
enervante anticipación.
Paso tercero: ejecución de la escaramuza. Armado, decidido, y por ende peligroso,
levanté lenta y muy disimuladamente la tapa de mi aterrorizado pupitre de
colonial madera, y le atraqué la flama al inocente papel que sujetada precariamente
las blancas paletitas de helado. Estaba
un poco preocupado de que el fuego no se encendiese correctamente porque no
había tenido la oportunidad ni el tiempo de construír un "maricón" para darle el fuelle
apropiado al fogón. Sabía que en el
colegio había un maricón suelto en algún lado, pero creo que estaba ocupado...
La llamita comenzó insignificante y
precaria como el futuro de los pobres, luego creció poco a poco y se hizo más
fuerte como lo hace el atrevimiento, y finalmente se tornó en una fuerza tan
poderosa y arrasadora como la ignorancia colectiva. Al principio todo iba muy bien. El fueguito ardía calladito y entregando su
codiciada temperatura la que calentaba mis manos, las cuales yo ponía sobre mis
piernas, y así traspasaba el calor al resto de mi cuerpo. Ya no me importaba tanto el frío chiflón de
viento que trataba de acosarme, así que víctima de mi completo desprecio e
indiferencia, el helado viento entonces se dedicó a martirizar a mis otros
compañeros, los que también vestían horriblemente con esas chaquetas proto-satánicas
que no protegían ni de las sonrisas.
Lo que pasó a continuación fué
estrictamente un problema de preparación, prevención, y un producto natural de
la sempiterna e irracional conducta de jóvenes irresolutos, irresponsables y
necios como solíamos serlo todos nosotros; sin excepción, actitud que en aquellos
idos verdes años es invariablemente más liviana que el polvo. Mientras el fueguito quemaba afanosamente sin
chisporroteos ni tos, y el escaso y mudo humo que producía se escabullía
silente e invisible por la chimenea de campaña; el resto de los otros palitos que
me sobraron estaban colocados en un rincón del cajón del pupitre esperando su
turno en caso de que se les necesitase.
¡Tremendo y fatal error!
No sé si fué una chispa renegada, un palito
ingrato que se desmoronó de la torre, o el calor mismo que encerraba el cajón
el que ya pasaba los niveles de seguridad; la cosa es que el contingente de
leña de emergencia que esperaba estratégicamente en el flanco derecho del cajón
cogió fuego como si no hubiese un mañana.
¡Y repentinamente el siniestro caos del siniestro en marcha se desplayó siniestramente
al resto del pupitre! A pesar de que a
estas alturas yo ya no temblaba de frío, comencé rápidamente a temblar otra vez
y sudar frío mientras que una tétrica y blanca palidez se
apoderó febrilmente de mi cara llena de espinillas y puntos negros y con unos
pocos pelos surtidos que pretendían dibujar un bigote de gato proletario para
subrayar mi narizota.
Cuando repentinamente y sin aviso comenzó a
salir humo por todos lados y la manguera estaba ahora bajo el ataque de las
llamas y se había comenzado a derretir velozmente, sus llamaradas salían
iracundas por el hoyo del tintero ahora chisporroteando y tosiendo como un
tuberculoso con picazón de garganta; abrí rápidamente la tapa del pupitre con
gran pánico, entonces una enorme nube de alardeante humo negro escapó triunfante
y me atacó la cara. Esta nube de humo
era enorme y más negra que
noche de luto. Antes de que yo
alcanzara a cerrar la boca, respiré una bocaronada del grueso humo que ya se me
metía violador por las narices y comencé a toser como un poseso. Instintivamente me paré del pupitre y
tratando de salir me tropecé con las patas del pupitre las que estaban unidas
por un listón entre ellas, entonces caí al suelo pesadamente como un saco de
papas Alacalufe,
y mientras al caer azotaba mis fornidas y bien parecidas espaldas violentamente
en el suelo, pude ver los pávidos y aterrorizados
ojos de mis circundantes compañeros los que parecían huevos fritos en plato chico.
Me paré trastabillando lo más rápido que
pude y de reojo ví a mi profesor que parecía puercoespín en celo: tenía todos
los pelos que le quedaban más empinados que rebaño de Meerkats, y sus ojos
estaban tan abiertos que se asemejaba de muy cerca a un Cíclope realmente
sorprendido. Reabrí la tapa del pupitre la
que con el susto del humo, se había dejado caer violentamente volviéndose a
cerrar. Apenas hice esto, el oxígeno que
el pupitre respiró, encendió aún más las llamas que ahora mordían furiosamente
la docente madera de mi agonizante y gemebundo pupitre. Cuando el humo hizo su escape del cajón, pude
ver dolorosamente que del plateado papel de aluminio no quedaban más que unos
irreconocibles restos de metal, los que estaban más chamuscados que incienso de
iglesia pobre.
Como combatiente experimentado, mi temerario
profesor se transformó instantáneamente en superhéroe (éste era su trabajo
secreto después del colegio a partir de las 5:00 PM, hora Chilena) y sin
dilación alguna comenzó a coordinar el salvataje de su rebaño el que se
encontraba desesperanzadamente alborotado.
Mientras él daba marciales órdenes de abandonar el barco e indicaba cómo
y por dónde hacerlo, yo estaba tratando de apagar el fuego con la ayuda de tres
compañeros más locos que osados, pero más valientes que torero ciego; no por el
fuego, sino por la responsabilidad que nos tocaría después de los hechos ya que
estábamos tratando de apagar el siniestro muriéndonos de la risa.
Para proteger la identidad de los
inocentes, me referiré a mis secuaces como: el "Kiko", el
"Guatón", y el "Chico".
El Kiko se sentaba enfrente de mí.
El Guatón se sentaba al otro extremo de la clase, y era el que había
producido el artefacto de ignición y al que a estas alturas, ya se le había
aminorado la molestia del calambre en el ojo; y el Chico que se sentaba a mi
siniestra. Sería muy difícil para mí poder
explicar los acontecimientos que sucedieron en esos escasos pero frenéticos
minutos, así que dejaré que el diálogo que se llevó a cabo explique los lamentables
hechos que ocurrieron, y que ya son parte del irremediable y afortunadamente;
irreversible pasado. Cualquier semejanza
con la realidad respecto a los apodos
que voy a usar, son nada más que el inefable rédito de una mera, casual e
inocente coincidencia.
- ¡Oye Loco! Tiremo'el pupichre pol'laentana – vociferó el
Guatón.
- ¡¿T'ai loco?! , nos vamo'a quemar p'o gil
– añadió el Chico.
- ¡Echémole Coca~Cola – gritaba el Kiko blandiendo orgulloso una botella del
gaseoso líquido, y que sin esperar por una respuesta, comenzó a vaciar el
contenido de la botella en la masa de fuego.
Apenas el líquido carbonatado con sacarosa,
cafeína, acido fosfórico, color E150d, y otros sabores naturales desconocidos
diluídos en Solvente Universal -o sea la Coca~Cola-
cayó en el fuego, se produjo un chisporroteo horrible y ruidoso, y el fuego se
avivó aún más ante el pavor de los pseudo-bomberos* que trataban
desesperadamente de contener el fuego para que no se pasase a los otros
pupitres. El ataque Cocacolezco hizo
carraspear al fuego el que soltó una enojada descarga de humo negro la que nos
dió de lleno en la cara a los tres. A
este punto parecíamos limpiadores de chimenea, y si nuestros pantalones
hubiesen sido amarillos, hubiésemos parecido los Tres Tristes Tigres de la
Malasia. Lo único blanco que le quedaba
al Kiko eran sus parpadeantes ojos. ¿Y
el fuego? Bueno, a esta altura, el fuego
era ya un histérico Fandango.
* NOTA DEL AUTOR: Sabía
usted que la palabra "Bombero" no tiene sinónimos conocidos en la
Lengua Castellana? ¿Qué cosas, no?
- ¡Se jodió! ¡No tirís m'a Coca! –dijo el
Guatón, y el Chico agregó:
- ¡Se trata de apagar p'os menso!
- Y kikiris-ki-liaga – dijo el Kiko (El
Kiko comía demasiado pollo).
- ¡Ya p'os gil, hace algo –me gritaba el
Guatón con sus rojos y regordetes cachetes.
- ¡Estoy tratando, p'o! – contesté algo
airado.
- ¡No discutan güeones atontaos y apaguemos
esta güeá! –gritó el Chico con su virgen y divino lenguage que lo aprendió en
El Nido de Águilas.
El Guatón entonces agarró un atado de
posters que estaba encima de uno de los pupitres, y comenzó a blandearlos en
contra del fuego dándole furiosos "posterazos" al pupitre, pero le
salió el tiro por la culata, y el atado de posters se desató al tercer golpe y
los posters volaron por el aire como la Paloma de La Paz (la que muchos dicen
que no vuela para nada), y desafortunadamente algunos de ellos cayeron en el voraz
fuego para alimentarlo aún más.
- ¡Hay que apagarlo, gil! –le berreó el
Chico al Guatón, al que unas gruesas gotas de sudor le hacían marcados surcos
en el hollín de la cara.
- ¡Las chaquetas! –grité iluminado
apuntando con el dedo de los mocos hacia ellas.
- ¡Ya p'o! –dijo el Kiko, y los cuatro nos giramos
y agarramos la primera chaqueta que estaba a mano y comenzamos a darle
chaquetazos al fuego a diestra y siniestra.
El espectáculo era Apocalíptico pero sin
jinetes. El humo llenaba la habitación,
las ventanas ya estaban casi todas negras, la barra en el pasillo nos instaba a
la lucha, estábamos más mugrientos que el profesionalismo de los abogados
deshonestos, y mientras sudábamos como el caballo de Sancho Panza; los
"chaquetazos" surtidos eran nutridos y sin cuartel. (A propósito de Apocalíptico, ¿es cierto de
que estos caballos no cagan?).
El dúo dinámico del Guatón y el Chico se
afanaban frenéticos dándole sin tregua unos tremendos chaquetazos al pobre
pupitre que ya se comenzaba a quejar ruidosamente. Nadie sabía a quién le pertenecían las infortunadas
chaquetas convertidas en repentinos parafuegos, pero no importaba porque en las
emergencias uno no se fija en gastos. A
todo esto, yo estaba medio asfixiado de tanto tragar hollín, y trataba de
decirle al Guatón que empujara los otros pupitres más lejos para que no se
quemasen. Al escuchar esto, el Chico se
puso sumamente Grande y sacó fuerzas Sansonescamente Hercúleas de flaqueza, y
para mi estupor, empujó cinco o seis pupitres al unísono casi hasta la tarima
del pizarrón unos metros más allá, lejos del siniestro pupitral. Con el humo, el hollín y el tizne de la
madera quemada, estábamos más sucios y negros que las intenciones de un fraile
Católico Romano.
La situación estaba ya fuera de control, y
por más que nos afanábamos en tratar de apagar el fuego, éste más ardía y
amenazaba con extenderse a los demás sobrecogidos pupitres, los que amontonados
en un rincón, decían sus pías AveMaderas.
En medio del caos, el Kiko tuvo una idea más iluminada que el quirófano
del General Electric, y actuando con la más absoluta y sorprendente valentía e
innovadora originalidad, prestamente se paró encima del pupitre más cercano,
sacó su aparejo bomberil, y comenzó a mear las llamas con un delirio digno de
"Canutos", aquellos trastornados seguidores del Español Juan Bautista
Canut de Bon.
A pesar de que la artimaña era (a esta
altura) apropiada como solución desesperada en una desahuciada y gravísima situación,
no dió muchos frutos, pero sí resultó ser una añagaza bastante fétida. ...¿Ha olido usted orina carbonizada? El fuego no se inmutó un ápice, y siguió
indolente devorando brutal, salvajemente y sin piedad a mi pobre pupitre que ya
estaba casi fenecido.
En el intertanto en que ocurría esta
alarmante peripecia, nuestro temerario profesor con su alma de Matasiete
Sietemachos y valiente como el Príncipe Valiente, después de haber escoltado y
puesto a resguardo al resto de su querido e inocente rebaño, acudió presto en
nuestra ayuda esgrimiendo un extintor del tipo Clase A que era más pesado que
él, pero que lo esgrimía con la gracia y simpleza con que D'Artagnan esgrimía
su habilidoso florete. Le vimos entrar
en acción como lo hace Neil en La Matrix: Serio pero más efectivo que un cóctel
de diurético y Viagra. En ese segundo
fortuito noté una interminable hilera de cabezas en la ventana, cuyas caras
pegadas a ellas, estaban adornadas con crispadas y siniestras muecas a modo de
sonrisa con incrédulos ojos, las que se asomaban con sus narices pegadas al
cristal de las ventanas para observar qué era lo que estaba sucediendo.
Nuestro osadísimo y tremendamente temerario
profesor bramó con una voz de trueno espantado:
- "¡Todo el mundo a un lado!"
Y sin decir ¡agua vá!, descargó una gruesa
y furiosa nube de polvo blanco la que envolvió el pupitre completo con llamas y
todo, y también engolfó al pobre Kiko que estaba totalmente desprevenido, y aún
con su maleable material de ignis-combativo
firmemente sujeto en la palma derecha.
Se escuchó un escalofriante y sorpresivo ¡¡¡Juoochhh!!!, y el extintor
en las experimentadas manos de nuestro héroe del día; expiró extinguido. Hubo unos segundos de desconcierto y gran
silencio. Cuando el polvo finalmente cayó
al suelo, y la blanca nube que éste había formado se disipó, el cuadro era
digno del Infierno de Dante: El Kiko
parecía un Zombi con su cara blanquinegra producto del ¡¡¡Juoochhh!!! del rojo extintor,
el Chico había recuperado su tamaño normal pero estaba algo más negrirojo, el
Guatón se estaba comiendo un sánguche de mortadela que encontró en el suelo entre
el desorden y el desbarajuste de las "loncheras"; y yo estaba más agotado
que la paciencia del pobre, y más nervioso que monja con atraso.
Nuestro profesor nos estaba dirigiendo una
mirada leonina más áspera que lengua de gato,
y que prometía el Vía Crucis en esteroides, pero felizmente; el fuego había
sido extinguido.
Convenientemente y arbitrariamente me
saltaré un corrosivo y poco glorioso episodio aquí con la sola intención de
proteger la integridad moral y la honorabilidad ética de los susodichos
envueltos en este lance, cosa que como ustedes pueden haberse dado cuenta, se
transformó indeliberada, involuntaria, casual-accidental y espontáneamente en un
infortunado incidente piromaníatico. Los
detalles que puedo revelar con respecto a la secuela de este olvidado episodio,
es que me costó un Verano completo de trabajo para poder pagar por un pupitre
de reemplazo. Ciertamente hubo otras
variadas penalidades pero no es necesario –después de tantos años- nadar en
esas amargas
aguas. ¿Quizá éste lastimoso hecho del
pasado haya sido el motivo original para despertar mis ansiedades bomberiles? ¿Quién sabe? No podemos encontrar los tiempos perdidos,
pero podemos encontrar sus huellas.
Moraleja para profesores: Deje que los Locos con frío se abriguen.
Moraleja para alumnos: Si tiene frío, no haga fogatitas chicas
dentro de su pupitre.
¿Qué cosas, no?